Con
la boca llena de niebla y abandono, apenas sí conseguí decirle unas
pocas palabras cuando me encontré con ella al atardecer en aquel
bar. No, no nos dijimos muchas cosas, y parecíamos ancianos que se
están despidiendo de todo mientras contemplan, con las sobras de un
apetito gastado por la vida, la lujuria escandalosa de la lluvia tras
el cristal. Ella me parecía hermosa, hasta demasiado hermosa, con su
cabello rubio, sus perplejos ojos verdes, su boquita francesa bien
perfilada, y su piel blanca decorada con pecas y breves lunares
colocados con precisión de cirujano. A pesar de mi agotamiento
vital, yo la deseaba, la seguía deseando con las propinas dejadas
por una pasión irritante y obscena.
La
casa de uno de los dos quedaba cerca, y en ella sus piernas se
abrieron para cerrarse luego con rapidez en torno a mi cintura. Me
sentí como una mosca dentro de la boca de una planta carnívora,
pero con la súbita certeza de que jamás hubiese sido susceptible de
imaginar una muerte más dulce. Nuestros cuerpos se cerraron el uno
sobre el otro como una herida que empieza a cicatrizar, con el
conocimiento del dolor; pero en armonía con sus huellas y sus
manchas humanas. La música de la carne volvió a sonar entre
nosotros, y fue como si se quejara en el alféizar de la ventana un
pájaro rarísimo, como la sirena de un barco que entra en el puerto
después de muchos días.
Fuimos
luego capaces de perdonarnos las despedidas y hasta las derrotas.
Tampoco entonces hizo falta hablar demasiado: nunca fuimos de muchas
palabras, y al entregarlas lo hacíamos como quien se prepara para
entrar en un castillo abandonado. Nos entendíamos silenciosamente, y
bastaba escuchar la suavidad de su respiración cuando se quedó
dormida para saber que era lo poco que me gustaba de mí mismo, y que
quizá por eso aún valía la pena seguir aquí, implicado en el
reino de este mundo.
miércoles, 29 de octubre de 2014
BARRIO ALTO, LISBOA
«Complicó tanto
los asuntos de su vida, y concibió una idea tan íntima de cada una
de las personas que conoció, que ya no sabía quién era o qué
hacía cada uno y de qué modo influían sobre él y sus noches de
insomnio. Decía, por ejemplo, tomar café muchas mañanas con el
profesor Ramírez, que murió ya hace tantos años. No era raro
encontrarlo solo en un restaurante murmurando ante una silla vacía…»
Escuchaba
todo esto, y sus variantes, mientras iba agarrado a la barra de aquel
tranvía viejo, amarillo, que me devolvía a mi piso extranjero tras
las clases. Aún hoy me parece ver a aquellos dos hombres oscuros, de
mediana edad, con bigote bien recortado y anacrónicos trajes o
abrigos excesivos… «¿Sabes? Siempre me trató con levísmo
descuido, un sutil desdén no disimulado. En realidad no me conocía,
nunca le interesé de verdad. Solo fui atrezzo,
bambalina, un actor secundario y sin gracia o, peor, un figurante que
vivía en un piso destartalado al que siempre adjetivó como
«difunto» o «marchito» (…)».
Cada crepúsculo
escuchaba casi el mismo diálogo, una cháchara rutinaria que,
invariablemente, atrapaba mi atención. La noche caía de pronto
cuando, sin darme cuenta, me veía con angustia avanzando entre
barrios y edificios en ruinas de una ciudad difunta o marchita, donde
jamás reconocí a nadie en las calles.
martes, 28 de octubre de 2014
CALLE
LUIS ÁLVAREZ CRUZ
Estoy
esta mañana en la terraza de mi bar preferido en este pueblo de
nombre absurdo. Hace casi dos años que vivo aquí, alejado y salvado
de casi todo: en medio de un malpaís protegido y a orillas del mar,
en el sur del sur de Europa y del hemisferio norte; en el extrarradio
de la ultraperiferia. He venido para vivir con la mujer que quiero:
la mejor escritora joven que conozco en nuestro idioma, y
probablemente la que más escribe.
Antes
de sentarme en la terraza, he dejado mi bolsa llena de papeles y
páginas de diario sobre una silla, y he pasado por la oficina de
correos del pueblo para enviar uno de mis artículos a la capital:
allí me leen con atenta indiferencia y alguna suspicacia. En la
oficina, un día como hoy, cuando las facturas ya se han pagado o
están por venir, no había nadie; pero sí una muchacha jovencísima
y morena demasiado hermosa para aquel lugar al que nunca llegan
cartas de amor; aunque todas, al fin, sean ridículas.
Cuando
salí, regresé a mi silla en la terraza y comencé a revolver el
café que le había pedido a la camarera rubia y de ojos claros que
atendía las mesas. Ya no veo al viejito argentino al que creí dueño
del local, tampoco veo a la chica italiana que lo regenta ahora y que
parece salida de una película del Neorrealismo: para mí es como la
Cardinale o la Loren de aquí. Siempre mira las cosas con esos ojos
enormes e intensamente negros que lo revuelven todo hasta convertirlo
en un caos.
Por
mortal falta de originalidad, y por una costumbre que se sintió bien
conmigo y ya no me abandonó, cogí el periódico del interior de la
cafetería: era El
País.
Pasé las páginas de política sin apenas mirarlas hasta llegar a
las de cultura, donde encontré una bonita columna de Vila Matas
donde hablaba de Montevideo, de la sobrina de Felisberto Hernández y
de los cuentos de éste, de la sobrina de Gombrowicz, de la de
Onetti, y del Hotel Cervantes, donde Cortázar escribió «La
puerta condenada».
Mientras leía, imaginaba la ciudad y sonó una música que solo
escuchaba yo.
En
la mesa de al lado, un joven flaco, y con la cabeza llena de
tirabuzones, comenzó a hablar con una señora muy mayor que esperaba
su almuerzo. Ella le preguntó que de dónde era, él le dijo que era
de Rosario. «Ah,
yo soy de Buenos Aires»
—dijo
la mujer—«de
Palermo, del barrio viejo de Palermo...»
Me pareció entonces que Borges estuviese por llegar en cualquier
momento. «¿Hace
mucho que no va?»,
preguntó el muchacho; «sí,
mucho...»,
respondió la otra con la tristeza con que se escucha el «Sur»
de Homero Manzi cuando empieza a caer la tarde y se encienden las
farolas. «Yo
fui en 2010»,
siguió el otro...
Mientras
escuchaba la conversación, la lluvia se presentó de repente y
comenzó a mojar poquito a poco las páginas del periódico, como si
Vila Matas hubiese olvidado ponerle las tildes a su artículo sobre
el sur del sur de dónde ocurría esta escena. Seguí pensando en
Montevideo y en los dos argentinos que tenía al lado, y también yo
me sentía a gusto y fuera de sitio. Ella terminó su zumo de limón
y yo el café y la lectura. Me levanté a pagar y nos fuimos a
tientas, mirando un poco hacia atrás, como sospechando una
negligencia o un olvido. Como le gustaba hacer a Felisberto Hernández
en sus cuentos, el final de la historia es esta pausa, cuando aún
vivía y Montevideo o Buenos Aires estaban mucho más lejos.
domingo, 26 de octubre de 2014
VARIACIONES
EN TORNO AL DINOSAURIO
Despertó
tan temprano aquella mañana, que ni siquiera el dinosaurio estaba
allí.
Despertó
el dinosaurio y él no estaba allí.
Cuando
despertó, el dinosaurio aún no había llegado de la fiesta de
anoche.
Despertó
aprovechando que el dinosaurio se había dormido.
Cuando
despertó, el dinosaurio no dijo ni buenos días.
Despertó
y el dinosaurio ya había preparado el desayuno.
Despertó
demasiado tarde: el dinosaurio ya había ocupado el baño.
Despertó
y encontró junto a su cama un huevo de dinosaurio.
Cuando
despertó y vio al dinosaurio, Steven Spielberg no tuvo más remedio
que prometerle una película.
Cuando
despertó, el dinosaurio ya había terminado el bachillerato.
Despertó
y encontró al dinosaurio preparándose para la primera comunión.
Cuando
despertó, el dinosaurio ya estaba en misa.
Despertó
y el dinosaurio estaba leyendo el Marca.
Ya
había despertado, pero se hacía el dormido, y el dinosaurio le tiró
un cubo de agua encima.
Cuando
despertó, le dio un manotazo al despertador con forma de dinosaurio.
Había
roncado tanto durante toda la noche que, cuando despertó, vio que el
dinosaurio se había ido a la otra habitación.
Cuando
despertó, el dinosaurio le entregó un manojo de facturas.
Despertó
y el dinosaurio no le había dejado nada en la nevera.
Cuando
despertó, vio al dinosaurio con su mujer.
Despertó
y el dinosaurio aún no había salido del armario.
Despertó
cuando el dinosaurio empezó a lamerle la cara.
Cuando
despertó, el dinosaurio ya no estaba debajo de la cama.
Despertó
y el dinosaurio estaba viendo, horrorizado, las mañanas de la 1.
Cuando
despertó, el dinosaurio se había ido a jugar al golf.
Despertó
y vio al dinosaurio con su pijama.
Cuando
despertó, la dinosaurio le pidió matrimonio a traición.
Cuando
despertó, el dinosaurio todavía le estaba leyendo el cuento de
anoche que, por supuesto, trataba sobre otro dinosaurio.
lunes, 20 de octubre de 2014
AURELIO
CUROPI
Nadie
podía suponer al joven Aurelio Curopi como alguien interesado en la
ciencia o en las letras; es decir, no parecía uno de nosotros, un
lector, sino un caminante, uno de esos que caminan día y noche entre
los cardones y las piedras del desierto. Nadie sabe qué hay más
allá del “Recinto” ni qué buscan los que caminan en los
secarrales porque nosotros, los civilizados, lo tenemos prohibido y
no vamos allí jamás. Los desobedientes que se han internado en esas
arenas no han vuelto, y los mensajeros y peones que hemos enviado y
logran alcanzar, en un último suspiro, nuestras terrazas, pronuncian
unas pocas palabras de horror antes de morir ahogados en su propia
sangre y en sus vómitos.
Las gentes del
desierto son seres requemados y solitarios, casi mudos, que hablan
una lengua que nadie ha podido descifrar hasta ahora. Nuestros libros
de terror infantiles se han escrito inspirados por todos los
prejuicios y temores que manejamos sobre ellos. Nuestras novelas
negras o nuestros relatos de terror para adultos están copados hasta
el hastío sobre especulaciones semejantes, que redundan en la
invasión de nuestro espacio terrestre y la violación sistemática
de nuestras leyes y nuestras vírgenes.
Nosotros estamos
protegidos por altas alambradas, y tenemos agua en nuestros baños y
piscinas y vino en nuestros copas. La verdad es que no entiendo cómo
pude conocer a Aurelio y su literatura. Todavía me pregunto muchas
veces cómo logró salvar nuestro sistema de seguridad y llegar hasta
nosotros. Antes de morir, agotado por la infección y casi desangrado
a pocos metros de nuestras terrazas (los guardas habían descargado
varios disparos sobre su cuerpo), leyó algo y pareció rubricar una
última cosa en el papel manchado que sujetaba en las manos. Solo
porque el muerto sí que conocía nuestra lengua pudimos entender,
pese a la complejidad que planteaban muchos pasajes, que éramos
nosotros los bárbaros.
martes, 14 de octubre de 2014
CARTA
ABIERTA AL POETA HÉCTOR VARGAS RUIZ
En
resumidas cuentas,
deseo
pedirme perdón,
pero
me conozco
y
sé que no voy a perdonarme.
Héctor
Vargas Ruiz, Entropía
de bolsillo (2007)
Entiéndelo,
no puedo aceptarlo. Ahora que tenía un poco de dinero (ando siempre
sin un duro), te vas sin que me dejes malgastar mi pasta invitándote
a algo: no es justo, ni para mí ni para todos los besos y labios
huerfanitos que dejas ahogándose en los bares y esperando por ti,
por si apareces de una vez, con tu sonrisa de los sábados, tu oronda
barriga de Buda deseante, y tu barba pobladísima de nieves
estivales. Te debo tantas cosas, nos debemos tanto; te echo tanto de
menos que no puedo más que detestarte con un asqueroso amor
apasionado. Ahora, como Vallejo, «te
odio con ternura»
porque, aunque suene tópico, es verdad que nos quedaban muchas
noches por delante y por detrás —entre
la barra y la pared—,
y nos has dejado más solos que la luna, consternados, con demasiadas
deudas y asuntos pendientes: nunca hicimos aquel trío con la chica
que nos pidió un margarita. Nos debemos un polvo y otro chupito de
tequila (y otro más) a las tres de la mañana, cuando el The
Pink
está por cerrar, oso amoroso, pertinente fumador,
amante desvergonzado, risueño caballero, golfo, buenazo, poeta,
sobre todo, borracho...
Al
final, ya sabes, todo es aún peor sin ti; aunque no te lo creas:
ahora me parece una mierda. No quiero hacer literatura ni buscar
imágenes brillantes para hablar de la muerte (esa tremenda puta,
hija de la chingada), que nos echado agua en el whisky cuando
empezaba a entonarme y la fiesta alcanzaba su clímax, su momento
álgido. No, Héctor, no, aunque lo cantamos muchas veces, sí que
viniste para hacer amigos (lacrimosos, ebrios, demasiados), siempre
pudimos contar contigo a cualquier hora y en cualquier caso; pero ni
eras tan feo como presumías ni tan fuerte como esperábamos y, desde
luego, eras lo más adorablemente informal que ha parido madre en
estas islas, hoy más desveladas y vacías de lo habitual
(poéticamente hablando) y que van decididamente a la deriva sin vos:
“¡Oh, capitán, mi capitán!” Déjame decirte: nada será lo
mismo, no, nada será igual sin tu rostro de picaporte, sin tu
inflamado pecho lobo de berberecho en su salsa, sin tu «Mago
amor».
Ahora
un aire frío me sopla en el costado, estas noches —tan
heladas como siempre—
en las que ya no andas conmigo, frotándote o sosteniéndote en mi
hombro, con tus gafas feas, tus camisetas de rayas y tu sombrero
anticuado. Me has desabrigado para siempre y eso no se hace,
cabronazo. Siempre te gustaron las despedidas a la francesa, pero
esta vez te has pasado, y te exijo una rectificación porque nos has
jodido bien a todos: ahora sí que nos la metiste doblada. No, espera
un momento y deja que hoy me ponga, otra vez, “desagradablemente
sentimental”. Nunca fuimos los más altos ni los más delgados de
tanta noche lagunera; pero sabíamos llenar nuestro sitio. Ahora tu
butaca está vacía para siempre, y dime cómo hago para pedirle una
caña a Andrés, a Nardo o a Yoli; cómo le doy un beso a Laura o a
Gloria de parte de los dos; o qué coño puedo decirle con sentido a
Juan o a Javi y que no suene ridículo, patético, holgadamente
innecesario. Siempre me decías: “Iván, si bajas a La Laguna,
pégame el toque”. Ahora sé que, por tu reloj, he llegado más
tarde que nunca; y, por tu calendario, he faltado justamente en la
noche más necesaria.
Héctor,
recuerda que te espero esta noche en el Siete, así que no me jodas y
no llegues tarde tú también. Cuando entre, quiero verte sentado a
una de las mesas del jardín aunque haga frío, riéndote del
soslayo, con tu vieja riñonera atiborrada. Quiero encontrarte con
una dorada casi llena, liando un cigarrillo con tu pequeño chisme
perfecto, y con esos dedazos blancos y gordezuelos que siempre
supieron tocar las fibras más sensibles, y acariciar a Helena como
si Troya nunca hubiese sido destruida. Después de darnos un abrazo,
nos contaremos una vez más (¡qué pesados!), nuestra anécdota
preferida: sí, más que asiduos del Blues, somos residuos. Sé que
tú volverás a reírte con ganas y sinceramente, aunque ya no tenga
gracia; aunque escribir esta carta de mierda —en
un día gris donde todo sabe a despedida— no tenga ni puta gracia.
Lo hago copiándote de frente, al natural. ¡Venga ya, no me toques
los huevos! Ya sabes que nunca se pide la última, siempre es la
penúltima, esa que todavía tenemos pendiente. Esta vez invito yo,
pero no te la perdono: me la debes, poetílico. No creo que haga
falta decirte que te quiero, pero lo hago por si acaso, ya sabes:
solamente por si acaso.
domingo, 12 de octubre de 2014
LAS
LINARIAS
Las
linariasque nunca nacieron junto al muro,
como
siempre, mantienen su esplendor.
Mi
tacto evoca sus aromas
y
esta cadencia sabe a sus imágenes.
Para
alcanzar su altura,
me
inclino a lo más hondo.
Allí
detengo el fuego que alimenta su carne
y
la nieve más roja
me
quema las pupilas.
Ahora
las contemplo ciego,
su
liturgia pagana.
Parece
provocarles, mi trabajo,
el
pudor demorado
de
una conciencia vigilada
por
quien las sabe transparentes.
viernes, 10 de octubre de 2014
ENTRE
UN DESIERTO Y OTRO
Esta
tarde, en la playa, el sol entra y sale del libro, marca las páginas
con fuego, con la arena que el viento sopla. Esta tarde el sol llena
las palabras de materia desolada. El viento gime en las piedras
derruidas del castillo junto al mar. Como un perro herido, el viento
aúlla, gime, mientras el sol, como en un juego, elige unas hojas y
otras no de los árboles extranjeros, del flamboyán, los árboles
rojos y verdes de la playa tardía. Esta tarde, una tarde cualquiera
y transparente, hay un niño también sobre la arena, en el agua. Hay
un niño mojado que va y viene de un desierto a otro, entre los
gritos salvajes del viento en las paredes de las palabras que leo,
del viento que quiere entrar bajo la cúpula o la bóveda de las
palabras inaccesibles, invulnerables en su cuarto de fuego. Sobre las
montañas, en las laderas, en el rostro de tabaibas y cardones y
piedras, miro, en las montañas que custodian el mar, el paso negro
de las nubes blancas, el viaje, la trasmigración oscura de las nubes
celestes y, en mis ojos, se mueve su escritura, avanza y retrocede,
sus palabras que nunca fueron más densas y extrañas, sus trazos en
fuga desde el papel diáfano del cielo de verano hasta el papiro,
hasta los pliegos y las hojas, las páginas ardientes y calcinadas de
la tierra de malpaíses y páramos, promontorios y lomas. El niño
vuelve, quiere que me bañe con él. Quiere nadar hasta las rocas de
afuera, hasta las aguas más profundas y oscuras; allí, entre los
peces que huyen asustados o se disputan la comida que les ofrecen los
pescadores, las ancianas, los bañistas, no las adolescentes, las
muchachas rubias y extranjeras. Todo es sensualidad, todo es encanto
y sentido, todo es sensación y cabellos muy hermosos. Todo es duda y
preguntas: al hombre que está comiendo, al que pone y quita las
hamacas. Todo es ausencia y constancia, llegada y precisión,
densidad y diferencia. No aprendí a leer aquí, pero estoy leyendo y
aprendo, otra vez, a conocer y a bordear lo que nace o resucita.
Rodeo, le doy vueltas al sol, que no sabe, que está ciego, como
Edipo, como Homero, como la llama que permite ver; pero no puede
mirar. La muchacha, la francesa, acaricia el borde de un vaso, luego
besa, pone los labios y bebe el licor negro, la tinta dulce, quizá
de la noche, el color del misterio. Bebe
la boca en vaso que no bebe. La
mano escribe o roza la superficie del papel, como si fuera el área
invicta de un cuerpo extranjero, como si fuera el cielo escrito por
nubes difusas e inconstantes, por garzas o gaviotas virtuosas. Esta
tarde, en la playa, el sol entra y sale del libro; como Teseo, dobla
su clámide, bebe en las copas negras del lenguaje y busca al
monstruo del sueño, al híbrido, al descendiente de las
transformaciones. Todo es ritual o llueve, ceremonia o liturgia. El
sol enhebra, en lianas invisibles, las esquinas, los arcos, las
paredes negras y tatuadas del poema. El niño, de pronto, vuelve y
dice que quiere dibujar en la arena. Tiene que elegir, como el pintor
elige un momento, como el poeta elige una palabra, como el traductor
elige una forma de la metamorfosis. Tiene, se propone elegir un
animal: una salamandra o un delfín. Elige un delfín, un pez de
arena. Todo es elegir descubriendo otra cosa en el reino de la
visión. Todo es una cita cumplida con el rey, pero no se puede
confundir a un hombre con el sol, no son lo mismo; aunque nuestro sol
sea una dimmensión humana. Todo son fragmentos amargos de sentido,
un coloquio con los extranjeros que guardan sus cuadernos rojos en
sus bolsos blancos. Cangrejos ermitaños, aprovechan cualquier concha
abandonada, como nosotros: hay que habitar el día, llenarlo, sin
nosotros no sería una parcela de aire, un arquetipo mitológico.
¿Ves? La brisa salada mueve la flor roja de los flamboyanes, la flor
morada del jacaranda, la flor salada del mar azul oscuro o verde y
los cabellos, las flores mustias y desveladas del cementerio, la flor
ígnea del mundo y la flor sin flor de la escritura. Esta tarde, en
la playa, entro y salgo del libro. En un azar elijo unas hojas y no
otras. Flota el aire translúcido. Suena un cuarteto de cuerda en la
casa blanca, en la ladera, en un cuarto de fuego. La música me
salva. El sol se pone, los extranjeros se marchan. El niño acaba su
dibujo y lo destruye. Fin y recomienzo. El mar, los árboles y el
libro, los cuerpos son una inundación de la noche. La apuesta es al
vacío. Dulces y negras, incesantes las desapariciones. Cada vez es
más difícil leer y necesario. Ahora, quizá, solo perdura la
ausencia, el exilio, el éxodo. Ahora hay que leer, expulsados del
mundo, en su materia negra y calcinada.
miércoles, 8 de octubre de 2014
CALLE
OLIMPIA, CALLE DEL MAR
Vivir
así, contemplando tan solo cómo cambia la luz mientras la noche
todavía, entera y perezosa, está sobre la cama, llena de dedos y de
párpados. Habitar esta calle marina mientras se arrodilla la tarde
y, junto a la orilla, pasean extranjeros o cenan, y luego te cruzas
con una antigua alumna que progresa en su boscoso español del
Báltico. Habitar este bosque de sal innumerable, esta alborada sin
albatros; pero donde anidan las gaviotas que al anochecer picotean
restos de sol entre las algas. Saltar estos charcos cuando baja la
marea, ver cómo se ondula la sábana del mar, cómo los perfumes y
la sombra lo saturan todo. Ir por estos desiertos, custodiados por
falaces adelfas, por recuerdos violados, por piedras que cubren lo
que no se puede esconder. Estar así, articulando un italiano extraño
y dubitativo, defenderse de los tataranietos de Dante con un infierno
nuevo, lleno de diccionarios y periódicos. Pensar que la luna es una
consecuencia de estas montañas, que tu soledad en la piscina es una
ocasión para seguir andando hasta donde sigue sin haber nadie. Así,
mientras se cierran las fronteras para no morir, vivir como quien se
cuece en su caldero satánico y ser feliz no obstante, con la
simplicidad alucinada del que se ha concedido unas cuantas rutinas y
ahorra sus asombros. Comprarle un helado a una mujer morena, pasar
las páginas de una guerra perdida. Ver cómo el desierto se parece a
una intimidad para esfinges temblorosas. Vivir, habitar, sobrevivir
en estos predios, rezar corrigiendo viejas oraciones, acariciar gatos
ajenos que se parecen al gato de Poe. Despedirse de Sasha, decir
adiós a Jocelyn, que sabía tanto de Uruguay y de canarios antiguos,
de Onetti y de cómo duele el atardecer en Montevideo. Despedirse de
algo o acariciar otra cosa, emprender antes de que amanezca un viaje
al acantilado, y recordar allí todas aquellas noches hablando de
cine hasta reinventarlo. Quedarse aquí, pasar de nuevo por el viejo
parque de la infancia donde aún da vueltas un tren imposible. Ganar
a fondo tu derrota en los Jardines de Coral, practicar un francés
jergal y de extrarradio. Dejarse mecer por las ramas de grandes
laureles de Indias. Emborracharse en la plaza del grito de los niños.
Mamarse bien, como en un tango de Discépolo, algunas madrugadas en
una terraza inglesa. Estas cosas imprescindibles, casi nuevas.
martes, 7 de octubre de 2014
GIOVANNI
DIGRAZIA
Esta
mañana, su figura estilizada y salvaje de empecinado adolescente se
ha topado conmigo entre la terraza y los jardines del bar. Casi
amagué con saludarlo, pero no lo hice; luego, su actitud, sus
posturas, su charla humeante y nerviosa, adornada de inesperados
giros idiomáticos y extranjerismos, me ha intrigado. Mientras sorbía
en silencio el primer café y deslizaba mis ojos por un periódico,
me encontré preguntándome cuánto tiempo hacía que Giovanni
Digrazia pululaba por allí, en lo que yo consideraba, con absurdo
exceso, “mis dominios”, a la ombra
lunga della mattina.
Lo miré mientras saludaba en un tosco italiano dialectal al dueño
del negocio, y luego a Patrick en ese francés jergal de los
parisinos que hablan su idioma con desdén, o le den la vuelta a su
antojo: eh,
mon pote, çava
la mif?.
Repasé mentalmente mis inútiles diarios, amarillentos y virtuales,
y me dije: “poco más de año y medio”.
Como
aperitivo, y como era su costumbre, pidió una copa de vino blanco.
Aún faltaba más de una hora para el almuerzo y, mirándolo, recordé
las habladurías que había escuchado sobre él: nada especial, la
leyenda común a esos hombres, algo gastados por los fuegos de
artificio de la vida; pero que juegan a ser jóvenes durante mucho
tiempo, y beben hasta tarde en la piscina, se bañan en el mar de
madrugada con mujeres dudosas después de una borrachera, comercian
con cosas prohibidas, de oscuro prestigio, en este sur cicatero o
difícil, y han tenido un pasado europeo y políglota, al que le
gustaba menudear en los mejores vicios: caviar de beluga del Caspio,
champán, vino de Provenza, o los verdaderos e imposibles lugares
baratos de Roma… Hace mucho que Venecia agoniza.
La
francesa madura y teñida de la mesa de al lado, ha fingido dejarse
seducir por los ojos turquesa de Digrazia, e imaginé su bonito
cráneo de rey desconocido sepultado bajo el cemento de cualquier
ciudad industrial: Leeds, por ejemplo, pero me parecía imposible.
Era mejor imaginarlo como el cadáver congelado de una expedición
que se pierde en los hielos del Ártico, o suponer, simplemente, que
seguiría allí, es decir, aquí. Más sencillo pensar que alguien lo
amenazará dentro de unos pocos segundos por una deuda olvidada, que
habrá forcejeos y gritos, y que la caída de una copa de vino es un
símil perfecto para un crimen subtropical. El raro final de un
extranjero de primera entre el bochorno arrabalero de su palacio
arruinado.
domingo, 5 de octubre de 2014
LA
DESAPARICIÓN DEL FUTURO
Los
mejores años de muchos de nuestros abuelos, los abuelos de los aún
jóvenes de mi generación, fueron secuestrados por la Guerra Civil y
el triunfo y la imposición del Franquismo; pero nuestros padres
tuvieron futuro o, como poco, tuvieron la ilusión del futuro: cuando
eran extremadamente jóvenes, lo tenían ante sí, esplendoroso y
abierto como una consecuencia inevitable de un trabajo constante,
duro, eficiente, con o sin estudios. Entiendo que estamos en los años
setenta del siglo pasado, en los últimos momentos de la dictadura,
cuando la economía, y la fuente de riqueza que comenzaba a ser el
turismo, despuntaba con fuerza en Canarias. El futuro era un tiempo
potencial pero alcanzable, fruto decantado y perfecto que caería por
su propio peso y en el que se depositaban todas las esperanzas. El
régimen, castrador, ilegítimo e intolerante en los años cuarenta y
cincuenta, se convirtió en sus dos últimas décadas en un mohoso y
antiguo proceso de descomposición que era apenas un cadáver en pie,
un zombie que malamente ejemplificaba lo que en Europa había
significado el triunfo de los fascismos.
En
la ilusión de mejorar las condiciones de vida, el presente estaba
sujeto a la obtención de un fin: el pasado, los orígenes humildes,
podían ser superados porque aquellos, los setenta, eran unos años
que permitían concebir esperanza y preparaban la democracia. Se
cerrarrían entonces cuatro largas décadas de Nacionalcatolicismo,
propaganda franquista, consignas prorégimen, manipulación
mediática, grisura, retraso, cerramiento al exterior e
incomunicación con América y Europa... España, naturalmente, no se
pone a la altura del tiempo histórico que vivía en noviembre de
1975 y justo después de la muerte del dictador: ya desde los años
sesenta el país trataba de estar en el presente, de habitar el hoy,
de irse adueñando poco a poco de él. La modernidad redefine el
tiempo hasta casi convertirlo en una creación suya. La época
moderna acelera la historia como nunca, y la empuja hacia delante
arrastrada por las revoluciones populares, la economía burguesa y el
despegue industrial. El tiempo vuelve a correr en España tras el
cierre de la dictadura franquista que, como todo poder y como nos
enseñó Fukuyama, había congelado la historia cuanto pudo para
adueñarse de ella y, sobre todo, para que nada cambiara. Por fin,
parecía haber llegado un período nuevo, distinto, lleno de
proyectos y de fluidez hacia un estado laico, europeo y democrático.
Mis
padres fueron adolescentes en los setenta y jóvenes en los ochenta,
cuando ocurrió mi infancia. Ellos tuvieron entonces confianza, fe,
un dominio de su presente y una fuerza que yo jamás he tenido, y que
en este nuevo siglo he perdido casi completamente. En la
espectacularización de todo, nadie sabe a dónde vamos ni quién nos
guía hacia un futuro que parece alejarse al mismo ritmo, o a una
velocidad superior, con la que nos ve venir para atraparlo. Pasado el
medio siglo, el último Heidegger no fue menos crítico con el
capitalismo moderno que Karl Marx en el siglo XIX: uno habló de
«entes»,
el otro de «mercancías».
Muchos filósofos siguen sin entender hoy al viejo profesor de
Friburgo cuando hablaba del «ser»
y su progresiva ocultación, su retirada de la escena pública. Si
estos filósofos y pensadores hubiesen leído a Hölderlin y a Rilke
con la intensidad y la pasión con que lo había hecho el fascista
Martin Heidegger, entenderían cuánto dependió su pensamiento de
estos poetas y de otros como Goethe. Ahora ya nadie parece preocupado
por el ser, por qué cosa sea el ser y dónde se encuentra. Con el
ser de Heidegger, y la lógica capitalista de las sociedades más
avanzadas, se ha marchado el futuro: nadie puede preocuparse a tan
largo plazo. Nos queda la incertidumbre y el pathos de una
indignación más desarmada e impotente que nunca. Nos quedan acres
de frustración y desencanto contra un enemigo cuanto más poderoso y
adaptable, menos visible. Guy Debord lo ha dicho mejor: «el
centro de control ahora se ha ocultado, y ya no lo ocupa ningún
líder conocido ni una ideología clara».
viernes, 3 de octubre de 2014
HISTORIA
DE UN DEICIDIO
Al
alba, tras un sueño inquieto, René Descartes
despertó convencido por la necesidad de dudar de todo, de todo menos
de sí mismo; es decir, de cada cosa menos de sus potencias
cognitivas, de su intelección, de su capacidad para la incertidumbre
y el escepticismo. Descartes dudó de la larga y tediosa Teología
Medieval, de la Teocracia, del Silogismo aristotélico, del Nuevo
Testamento, del Antiguo Testamento, en definitiva, del mismo Dios.
René se movía mucho, tenía miedo: estamos en 163... y no hacía
tanto que Giordano Bruno había sido quemado vivo. Descartes, a
veces, creía oír ayes y gritos espantosos a su alrededor. Por
comodidad, por precaución, se fue a Holanda, pues un filósofo
necesita sus horas de ocio cada día para poder pensar sin que la
Inquisición te ande molestando por cualquier cosa. Allí,
clandestinamente, sin escandalosos milagros, parábolas,
resurrecciones ni dar clases a los pescadores, se convirtió en Dios
ante el absentismo laboral de Dios, y trató de trabajar un poco.
Comenzó
a reordenar filosófica y matemáticamente el viejo universo, los movimientos de
los astros, el sistema solar, y a aceptar nuestra marginalidad en ese
sistema. Descartes quitó a Dios del trono para jugar él la partida,
para sentarse él a ver la película del mundo. Se puso detrás del
telón y ahora era él quien movía los hilos. Después de muchos
siglos, René era, por fin y sin que resulte cursi o ridículo
decirlo, un hombre “hecho a sí mismo”.
Luego creó una humanidad nueva, crítica, burguesa, dueña de su
destino, que le daba codazos y pisoteaba a Dios mientras corría para
aniquilar a Luis XVI y María Antonieta. Cuando Descartes creó a Descartes,
el segundo Descartes escribió un libro, inspirado por el hastío y
la pereza de Dios: el Discurso del
método (1637),
un tratado filosófico en el cual un tal René Descartes se levanta
un día poniendo el mundo al revés, todo patas arriba, hasta llegar
ante las barbas de Yahvé y de un tal “genio maligno”.
¿Cuál
fue la intención de Dios al crear a un primer Descartes creyente que
crea, a su vez, a un segundo Descartes dudoso y escéptico que quiere
coger las riendas de la Historia? Un filósofo de Níger, tres
obispos de la Isla de Pascua y seis estudiantes de metafísica en
Friburgo, están de acuerdo en afirmar que Dios quiso tomarse unas
merecidas vacaciones sin más quejas, peticiones ni lamentos; aunque
uno de ellos argumentó que el señor no quería declarar su
patrimonio a la iglesia ni a Hacienda en el futuro. Algunos ilustres
pensadores opinan en cambio que Dios quiso demostrar que el hombre
también podía y debía hacer algo por sí mismo, sacarse solito las
castañas del fuego. Otros dicen que a Dios le gustan los trucos, las
dobles metonimias y, sobre todo, que nos matemos con abundancia los
unos a los otros. Nada le divierte tanto como una guerra preventiva o
una buena revolución.
jueves, 2 de octubre de 2014
DESCRÉDITO
DE LA ETERNIDAD
Si
una gran mayoría de los políticos de hoy, por no decir que todos,
ha perdido la que solía ser su su principal baza, la credibilidad,
no es menos cierto que la gente de la calle ya no cree ni espera
acontecimientos o estados duraderos en su vida. La gente sabe que
vive «entre
dos paréntesis»,
en la inmediatez de una sociedad express donde todo es vertiginoso y
más frágil y fugaz que nunca. Tampoco los banqueros, las
celebridades, los millonarios confían en la duración o en la
perdurabilidad de nada: la eternidad ha caído en descrédito. “Nada
es para siempre”, decía una canción pop de hace unos años
adelantándose a su propio olvido, a su mismo proceso de
descomposición y pérdida, pues quizá quien escribió la letra
sabía que, de tener éxito, no duraría mucho.
Si la historia es un
caos sin leyes más parecido a la carrera enloquecida de una bestia
amenazada, o al principio de incertidumbre de la física teórica,
que a un proceso coherente, racional, de progreso y evolución
humanos, las revoluciones industriales, la aceleración de los medios
de producción, el ocio, el aumento sustancial del consumo y de la
población, el crecimiento de las ciudades, la ausencia de una
regulación en cuanto a las acciones de bancos y empresas a nivel
mundial, la llamada globalización… aceleraron hasta límites
insospechados su tiempo, el tiempo de todos, hasta que los
acontecimientos y los hechos que la componen se hicieron infinitos, y
fueron constantemente sustituidos unos por otros hasta soslayarse y
contradecirse: apenas leemos y discutimos una noticia, cuando ésta
ya ha quedado caduca, desfasada, e incluso falseada por otra que la
corrige hasta deformarla. ¿Dónde está la verdad, cuáles son los
hechos, qué versión es la buena?
La experiencia de
cualquiera suele ser un engranaje falible e irregular de aprendizajes
y olvido, y la experiencia de cada ser humano en las sociedades de
hoy se desarrolla acuciada por la impaciencia y el egoísmo del que
está solo y ha olvidado qué significa la solidaridad o la
responsabilidad con el otro. Nadie espera con nosotros demasiado
tiempo para conseguir, aprender o entender algo. No le concedemos
paciencia alguna a nuestros instantes y todos huyen, volátiles y
juntos, hacia la desaparición, lo mismo que nosotros corremos hacia
ninguna parte en aviones o autopistas cuyos destinos se han despojado
de casi todo: sobre todo de memoria y de futuro. ¿Quién podrá o
querrá responsabilizarse hoy del resultado de sus demoras, de sus
atrasos? Cualquier cosa despaciosa, duradera, lenta, parece
defectuosa, y ya no es agradable ser fiel al silencio o la soledad
propios, a esa intimidad en la que escribo estas líneas que ya han
comenzado a amarillear y a borrarse.
Cristóbal
Colón
(Génova, 1436-1456 - Valladolid,1506),
después de tocar a la puerta de
algunas monarquías europeas, logró convencer a los sacrosantos y
genocidas Reyes Católicos para que apostaran por su proyecto y
financiaran su viaje a las entonces llamadas Indias Occidentales, lo que
provocó el descubrimiento de América. Este proyecto no es inocente:
a Colón no lo mueve el altruísmo, sino el afán de riquezas, de títulos, de
poder, en definitiva, El Dorado. La Corona Española, tras la
conquista y matanza que hizo en Canarias a lo largo del siglo XV,
decidió arriesgar con dinero judío y proveyó a Colón de todo lo
necesario para emprender su viaje. Y la llegada del almirante a lo
que luego fue América supuso otra matanza de muchos millones de
nativos (¿treinta, cincuenta?), y la rapiña de todo lo valioso que se encontró en las
expediciones y viajes que se hicieron inmediatamente después. España
se llenó los bolsillos mientras pudo y hasta la aparición de los
piratas ingleses, quienes comenzaron a atacar a los galeones que
trasladaban el oro desde una orilla a otra; es decir, a robar un oro
ya robado después de sofocar con sangre las llamadas colonias de
ultramar.
Cuando
se alcanzan los primeros años del siglo XIX y Bolívar, tras traicionar a Miranda y pactar
con San Martín en Guayaquil, se arroga el papel de libertador de
América, el continente no ha perdido su imagen de tierra de
ensoñación que tenía, al menos, desde finales del siglo XV.
América continuaba siendo para los europeos de entonces el gran
contexto de la vida, de la fiesta, del alcohol; el paraíso terrenal
y dionisíaco donde todo es posible, y agradable traspasar cualquier
conductismo o protocolo moral. En ella pone el viejo continente la
irracionalidad y los instintos. Europa es, por tradición y espesor
cultural, el continente de la razón, el ilustrado, que ordena e
imprime rumbo y sentido a la historia, como pensaba Hegel; o trata de
cambiarla ejerciendo una praxis sobre ella, como quería Karl Marx.
Por eso nos encanta, en algunas novelas escritas allí, que los curas
leviten o las alfombras vuelen, lo cual no es necesariamente bueno ni
malo; pero me interesa de estas imágenes el que se ajusten tan
cómoda y plácidamente con la mirada heterotópica o utópica que
nos gusta conservar de América Latina; la misma que nos legaron el
peso estereotipado de los siglos, o el propio Marx.
Me
parece que quien más y mejor se aprovechó de ello, recreando y
capitalizando estos mitos y prejuicios de los propios europeos, fue
Gabriel García Márquez. García Márquez escribió siempre dentro
del llamado “Realismo mágico”, ese clima narrativo que quizá
inaugura el guatemalteco Miguel Ángel Asturias con su novela El
señorpresidente
(1946) y que, entre
otros, el extraordinario escritor cubano Alejo Carpentier estudió en
su ensayo “De lo real maravilloso” (Tientos
y diferencias,
1967). Mientras
tanto, en la otra orilla nos satisface comprobar que teníamos razón,
que somos los dueños exclusivos de ella, y que esa es nuestra
diferencia, nuestro rol con respecto a Latinoamérica. Porque, aunque
a algunos nos intrigue hasta la incomprensión, una mayoría muy
respetable de lectores prefiere los inventos y milagros de Cien
años desoledad
(1967) que Paradiso
(1966) o los
relatos conceptuales e intelectuales de Borges, contradictorio y
hasta deplorable políticamente hablando y quizá el gran escritor
del siglo XX en español. La intelectualidad, el enciclopedismo, el
pensamiento, la reflexión... son europeos; ¿a los jóvenes
escritores latinoamaericanos aún les queda solo la magia y la
superchería? Leyendo a algunos de los nuevos narradores, convengo
en que no y espero que siga siendo así.