jueves, 30 de octubre de 2014

¿UNA ÚLTIMA VEZ?

Con la boca llena de niebla y abandono, apenas sí conseguí decirle unas pocas palabras cuando me encontré con ella al atardecer en aquel bar. No, no nos dijimos muchas cosas, y parecíamos ancianos que se están despidiendo de todo mientras contemplan, con las sobras de un apetito gastado por la vida, la lujuria escandalosa de la lluvia tras el cristal. Ella me parecía hermosa, hasta demasiado hermosa, con su cabello rubio, sus perplejos ojos verdes, su boquita francesa bien perfilada, y su piel blanca decorada con pecas y breves lunares colocados con precisión de cirujano. A pesar de mi agotamiento vital, yo la deseaba, la seguía deseando con las propinas dejadas por una pasión irritante y obscena.
La casa de uno de los dos quedaba cerca, y en ella sus piernas se abrieron para cerrarse luego con rapidez en torno a mi cintura. Me sentí como una mosca dentro de la boca de una planta carnívora, pero con la súbita certeza de que jamás hubiese sido susceptible de imaginar una muerte más dulce. Nuestros cuerpos se cerraron el uno sobre el otro como una herida que empieza a cicatrizar, con el conocimiento del dolor; pero en armonía con sus huellas y sus manchas humanas. La música de la carne volvió a sonar entre nosotros, y fue como si se quejara en el alféizar de la ventana un pájaro rarísimo, como la sirena de un barco que entra en el puerto después de muchos días.
Fuimos luego capaces de perdonarnos las despedidas y hasta las derrotas. Tampoco entonces hizo falta hablar demasiado: nunca fuimos de muchas palabras, y al entregarlas lo hacíamos como quien se prepara para entrar en un castillo abandonado. Nos entendíamos silenciosamente, y bastaba escuchar la suavidad de su respiración cuando se quedó dormida para saber que era lo poco que me gustaba de mí mismo, y que quizá por eso aún valía la pena seguir aquí, implicado en el reino de este mundo.



miércoles, 29 de octubre de 2014

BARRIO ALTO, LISBOA

«Complicó tanto los asuntos de su vida, y concibió una idea tan íntima de cada una de las personas que conoció, que ya no sabía quién era o qué hacía cada uno y de qué modo influían sobre él y sus noches de insomnio. Decía, por ejemplo, tomar café muchas mañanas con el profesor Ramírez, que murió ya hace tantos años. No era raro encontrarlo solo en un restaurante murmurando ante una silla vacía…»
Escuchaba todo esto, y sus variantes, mientras iba agarrado a la barra de aquel tranvía viejo, amarillo, que me devolvía a mi piso extranjero tras las clases. Aún hoy me parece ver a aquellos dos hombres oscuros, de mediana edad, con bigote bien recortado y anacrónicos trajes o abrigos excesivos… «¿Sabes? Siempre me trató con levísmo descuido, un sutil desdén no disimulado. En realidad no me conocía, nunca le interesé de verdad. Solo fui atrezzo, bambalina, un actor secundario y sin gracia o, peor, un figurante que vivía en un piso destartalado al que siempre adjetivó como «difunto» o «marchito» (…)».
Cada crepúsculo escuchaba casi el mismo diálogo, una cháchara rutinaria que, invariablemente, atrapaba mi atención. La noche caía de pronto cuando, sin darme cuenta, me veía con angustia avanzando entre barrios y edificios en ruinas de una ciudad difunta o marchita, donde jamás reconocí a nadie en las calles.








martes, 28 de octubre de 2014

CALLE LUIS ÁLVAREZ CRUZ

Estoy esta mañana en la terraza de mi bar preferido en este pueblo de nombre absurdo. Hace casi dos años que vivo aquí, alejado y salvado de casi todo: en medio de un malpaís protegido y a orillas del mar, en el sur del sur de Europa y del hemisferio norte; en el extrarradio de la ultraperiferia. He venido para vivir con la mujer que quiero: la mejor escritora joven que conozco en nuestro idioma, y probablemente la que más escribe.
Antes de sentarme en la terraza, he dejado mi bolsa llena de papeles y páginas de diario sobre una silla, y he pasado por la oficina de correos del pueblo para enviar uno de mis artículos a la capital: allí me leen con atenta indiferencia y alguna suspicacia. En la oficina, un día como hoy, cuando las facturas ya se han pagado o están por venir, no había nadie; pero sí una muchacha jovencísima y morena demasiado hermosa para aquel lugar al que nunca llegan cartas de amor; aunque todas, al fin, sean ridículas.
Cuando salí, regresé a mi silla en la terraza y comencé a revolver el café que le había pedido a la camarera rubia y de ojos claros que atendía las mesas. Ya no veo al viejito argentino al que creí dueño del local, tampoco veo a la chica italiana que lo regenta ahora y que parece salida de una película del Neorrealismo: para mí es como la Cardinale o la Loren de aquí. Siempre mira las cosas con esos ojos enormes e intensamente negros que lo revuelven todo hasta convertirlo en un caos.
Por mortal falta de originalidad, y por una costumbre que se sintió bien conmigo y ya no me abandonó, cogí el periódico del interior de la cafetería: era El País. Pasé las páginas de política sin apenas mirarlas hasta llegar a las de cultura, donde encontré una bonita columna de Vila Matas donde hablaba de Montevideo, de la sobrina de Felisberto Hernández y de los cuentos de éste, de la sobrina de Gombrowicz, de la de Onetti, y del Hotel Cervantes, donde Cortázar escribió «La puerta condenada». Mientras leía, imaginaba la ciudad y sonó una música que solo escuchaba yo.
En la mesa de al lado, un joven flaco, y con la cabeza llena de tirabuzones, comenzó a hablar con una señora muy mayor que esperaba su almuerzo. Ella le preguntó que de dónde era, él le dijo que era de Rosario. «Ah, yo soy de Buenos Aires» dijo la mujer «de Palermo, del barrio viejo de Palermo...» Me pareció entonces que Borges estuviese por llegar en cualquier momento. «¿Hace mucho que no va?», preguntó el muchacho; «sí, mucho...», respondió la otra con la tristeza con que se escucha el «Sur» de Homero Manzi cuando empieza a caer la tarde y se encienden las farolas. «Yo fui en 2010», siguió el otro...
Mientras escuchaba la conversación, la lluvia se presentó de repente y comenzó a mojar poquito a poco las páginas del periódico, como si Vila Matas hubiese olvidado ponerle las tildes a su artículo sobre el sur del sur de dónde ocurría esta escena. Seguí pensando en Montevideo y en los dos argentinos que tenía al lado, y también yo me sentía a gusto y fuera de sitio. Ella terminó su zumo de limón y yo el café y la lectura. Me levanté a pagar y nos fuimos a tientas, mirando un poco hacia atrás, como sospechando una negligencia o un olvido. Como le gustaba hacer a Felisberto Hernández en sus cuentos, el final de la historia es esta pausa, cuando aún vivía y Montevideo o Buenos Aires estaban mucho más lejos.



domingo, 26 de octubre de 2014

VARIACIONES EN TORNO AL DINOSAURIO
Despertó tan temprano aquella mañana, que ni siquiera el dinosaurio estaba allí.
Despertó el dinosaurio y él no estaba allí.
Cuando despertó, el dinosaurio aún no había llegado de la fiesta de anoche.
Despertó aprovechando que el dinosaurio se había dormido.
Cuando despertó, el dinosaurio no dijo ni buenos días.
Despertó y el dinosaurio ya había preparado el desayuno.
Despertó demasiado tarde: el dinosaurio ya había ocupado el baño.
Despertó y encontró junto a su cama un huevo de dinosaurio.
Cuando despertó y vio al dinosaurio, Steven Spielberg no tuvo más remedio que prometerle una película.
Cuando despertó, el dinosaurio ya había terminado el bachillerato.
Despertó y encontró al dinosaurio preparándose para la primera comunión.
Cuando despertó, el dinosaurio ya estaba en misa.
Despertó y el dinosaurio estaba leyendo el Marca.
Ya había despertado, pero se hacía el dormido, y el dinosaurio le tiró un cubo de agua encima.
Cuando despertó, le dio un manotazo al despertador con forma de dinosaurio.
Había roncado tanto durante toda la noche que, cuando despertó, vio que el dinosaurio se había ido a la otra habitación.
Cuando despertó, el dinosaurio le entregó un manojo de facturas.
Despertó y el dinosaurio no le había dejado nada en la nevera.
Cuando despertó, vio al dinosaurio con su mujer.
Despertó y el dinosaurio aún no había salido del armario.
Despertó cuando el dinosaurio empezó a lamerle la cara.
Cuando despertó, el dinosaurio ya no estaba debajo de la cama.
Despertó y el dinosaurio estaba viendo, horrorizado, las mañanas de la 1.
Cuando despertó, el dinosaurio se había ido a jugar al golf.
Despertó y vio al dinosaurio con su pijama.
Cuando despertó, la dinosaurio le pidió matrimonio a traición.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía le estaba leyendo el cuento de anoche que, por supuesto, trataba sobre otro dinosaurio.



lunes, 20 de octubre de 2014

AURELIO CUROPI



Nadie podía suponer al joven Aurelio Curopi como alguien interesado en la ciencia o en las letras; es decir, no parecía uno de nosotros, un lector, sino un caminante, uno de esos que caminan día y noche entre los cardones y las piedras del desierto. Nadie sabe qué hay más allá del “Recinto” ni qué buscan los que caminan en los secarrales porque nosotros, los civilizados, lo tenemos prohibido y no vamos allí jamás. Los desobedientes que se han internado en esas arenas no han vuelto, y los mensajeros y peones que hemos enviado y logran alcanzar, en un último suspiro, nuestras terrazas, pronuncian unas pocas palabras de horror antes de morir ahogados en su propia sangre y en sus vómitos.
Las gentes del desierto son seres requemados y solitarios, casi mudos, que hablan una lengua que nadie ha podido descifrar hasta ahora. Nuestros libros de terror infantiles se han escrito inspirados por todos los prejuicios y temores que manejamos sobre ellos. Nuestras novelas negras o nuestros relatos de terror para adultos están copados hasta el hastío sobre especulaciones semejantes, que redundan en la invasión de nuestro espacio terrestre y la violación sistemática de nuestras leyes y nuestras vírgenes.
Nosotros estamos protegidos por altas alambradas, y tenemos agua en nuestros baños y piscinas y vino en nuestros copas. La verdad es que no entiendo cómo pude conocer a Aurelio y su literatura. Todavía me pregunto muchas veces cómo logró salvar nuestro sistema de seguridad y llegar hasta nosotros. Antes de morir, agotado por la infección y casi desangrado a pocos metros de nuestras terrazas (los guardas habían descargado varios disparos sobre su cuerpo), leyó algo y pareció rubricar una última cosa en el papel manchado que sujetaba en las manos. Solo porque el muerto sí que conocía nuestra lengua pudimos entender, pese a la complejidad que planteaban muchos pasajes, que éramos nosotros los bárbaros.



martes, 14 de octubre de 2014

CARTA ABIERTA AL POETA HÉCTOR VARGAS RUIZ

En resumidas cuentas,
deseo pedirme perdón,
pero me conozco
y sé que no voy a perdonarme.

Héctor Vargas Ruiz, Entropía de bolsillo (2007)

Entiéndelo, no puedo aceptarlo. Ahora que tenía un poco de dinero (ando siempre sin un duro), te vas sin que me dejes malgastar mi pasta invitándote a algo: no es justo, ni para mí ni para todos los besos y labios huerfanitos que dejas ahogándose en los bares y esperando por ti, por si apareces de una vez, con tu sonrisa de los sábados, tu oronda barriga de Buda deseante, y tu barba pobladísima de nieves estivales. Te debo tantas cosas, nos debemos tanto; te echo tanto de menos que no puedo más que detestarte con un asqueroso amor apasionado. Ahora, como Vallejo, «te odio con ternura» porque, aunque suene tópico, es verdad que nos quedaban muchas noches por delante y por detrás entre la barra y la pared, y nos has dejado más solos que la luna, consternados, con demasiadas deudas y asuntos pendientes: nunca hicimos aquel trío con la chica que nos pidió un margarita. Nos debemos un polvo y otro chupito de tequila (y otro más) a las tres de la mañana, cuando el The Pink está por cerrar, oso amoroso, pertinente fumador, amante desvergonzado, risueño caballero, golfo, buenazo, poeta, sobre todo, borracho...
Al final, ya sabes, todo es aún peor sin ti; aunque no te lo creas: ahora me parece una mierda. No quiero hacer literatura ni buscar imágenes brillantes para hablar de la muerte (esa tremenda puta, hija de la chingada), que nos echado agua en el whisky cuando empezaba a entonarme y la fiesta alcanzaba su clímax, su momento álgido. No, Héctor, no, aunque lo cantamos muchas veces, sí que viniste para hacer amigos (lacrimosos, ebrios, demasiados), siempre pudimos contar contigo a cualquier hora y en cualquier caso; pero ni eras tan feo como presumías ni tan fuerte como esperábamos y, desde luego, eras lo más adorablemente informal que ha parido madre en estas islas, hoy más desveladas y vacías de lo habitual (poéticamente hablando) y que van decididamente a la deriva sin vos: “¡Oh, capitán, mi capitán!” Déjame decirte: nada será lo mismo, no, nada será igual sin tu rostro de picaporte, sin tu inflamado pecho lobo de berberecho en su salsa, sin tu «Mago amor».
Ahora un aire frío me sopla en el costado, estas noches tan heladas como siempre en las que ya no andas conmigo, frotándote o sosteniéndote en mi hombro, con tus gafas feas, tus camisetas de rayas y tu sombrero anticuado. Me has desabrigado para siempre y eso no se hace, cabronazo. Siempre te gustaron las despedidas a la francesa, pero esta vez te has pasado, y te exijo una rectificación porque nos has jodido bien a todos: ahora sí que nos la metiste doblada. No, espera un momento y deja que hoy me ponga, otra vez, “desagradablemente sentimental”. Nunca fuimos los más altos ni los más delgados de tanta noche lagunera; pero sabíamos llenar nuestro sitio. Ahora tu butaca está vacía para siempre, y dime cómo hago para pedirle una caña a Andrés, a Nardo o a Yoli; cómo le doy un beso a Laura o a Gloria de parte de los dos; o qué coño puedo decirle con sentido a Juan o a Javi y que no suene ridículo, patético, holgadamente innecesario. Siempre me decías: “Iván, si bajas a La Laguna, pégame el toque”. Ahora sé que, por tu reloj, he llegado más tarde que nunca; y, por tu calendario, he faltado justamente en la noche más necesaria.
Héctor, recuerda que te espero esta noche en el Siete, así que no me jodas y no llegues tarde tú también. Cuando entre, quiero verte sentado a una de las mesas del jardín aunque haga frío, riéndote del soslayo, con tu vieja riñonera atiborrada. Quiero encontrarte con una dorada casi llena, liando un cigarrillo con tu pequeño chisme perfecto, y con esos dedazos blancos y gordezuelos que siempre supieron tocar las fibras más sensibles, y acariciar a Helena como si Troya nunca hubiese sido destruida. Después de darnos un abrazo, nos contaremos una vez más (¡qué pesados!), nuestra anécdota preferida: sí, más que asiduos del Blues, somos residuos. Sé que tú volverás a reírte con ganas y sinceramente, aunque ya no tenga gracia; aunque escribir esta carta de mierda —en un día gris donde todo sabe a despedida— no tenga ni puta gracia. Lo hago copiándote de frente, al natural. ¡Venga ya, no me toques los huevos! Ya sabes que nunca se pide la última, siempre es la penúltima, esa que todavía tenemos pendiente. Esta vez invito yo, pero no te la perdono: me la debes, poetílico. No creo que haga falta decirte que te quiero, pero lo hago por si acaso, ya sabes: solamente por si acaso.




domingo, 12 de octubre de 2014

LAS LINARIAS

Las linariasque nunca nacieron junto al muro,
como siempre, mantienen su esplendor.
Mi tacto evoca sus aromas
y esta cadencia sabe a sus imágenes.
Para alcanzar su altura,
me inclino a lo más hondo.
Allí detengo el fuego que alimenta su carne
y la nieve más roja
me quema las pupilas.
Ahora las contemplo ciego,
su liturgia pagana.
Parece provocarles, mi trabajo,
el pudor demorado
de una conciencia vigilada
por quien las sabe transparentes.


viernes, 10 de octubre de 2014

                                     
ENTRE UN DESIERTO Y OTRO


Esta tarde, en la playa, el sol entra y sale del libro, marca las páginas con fuego, con la arena que el viento sopla. Esta tarde el sol llena las palabras de materia desolada. El viento gime en las piedras derruidas del castillo junto al mar. Como un perro herido, el viento aúlla, gime, mientras el sol, como en un juego, elige unas hojas y otras no de los árboles extranjeros, del flamboyán, los árboles rojos y verdes de la playa tardía. Esta tarde, una tarde cualquiera y transparente, hay un niño también sobre la arena, en el agua. Hay un niño mojado que va y viene de un desierto a otro, entre los gritos salvajes del viento en las paredes de las palabras que leo, del viento que quiere entrar bajo la cúpula o la bóveda de las palabras inaccesibles, invulnerables en su cuarto de fuego. Sobre las montañas, en las laderas, en el rostro de tabaibas y cardones y piedras, miro, en las montañas que custodian el mar, el paso negro de las nubes blancas, el viaje, la trasmigración oscura de las nubes celestes y, en mis ojos, se mueve su escritura, avanza y retrocede, sus palabras que nunca fueron más densas y extrañas, sus trazos en fuga desde el papel diáfano del cielo de verano hasta el papiro, hasta los pliegos y las hojas, las páginas ardientes y calcinadas de la tierra de malpaíses y páramos, promontorios y lomas. El niño vuelve, quiere que me bañe con él. Quiere nadar hasta las rocas de afuera, hasta las aguas más profundas y oscuras; allí, entre los peces que huyen asustados o se disputan la comida que les ofrecen los pescadores, las ancianas, los bañistas, no las adolescentes, las muchachas rubias y extranjeras. Todo es sensualidad, todo es encanto y sentido, todo es sensación y cabellos muy hermosos. Todo es duda y preguntas: al hombre que está comiendo, al que pone y quita las hamacas. Todo es ausencia y constancia, llegada y precisión, densidad y diferencia. No aprendí a leer aquí, pero estoy leyendo y aprendo, otra vez, a conocer y a bordear lo que nace o resucita. Rodeo, le doy vueltas al sol, que no sabe, que está ciego, como Edipo, como Homero, como la llama que permite ver; pero no puede mirar. La muchacha, la francesa, acaricia el borde de un vaso, luego besa, pone los labios y bebe el licor negro, la tinta dulce, quizá de la noche, el color del misterio. Bebe la boca en vaso que no bebe. La mano escribe o roza la superficie del papel, como si fuera el área invicta de un cuerpo extranjero, como si fuera el cielo escrito por nubes difusas e inconstantes, por garzas o gaviotas virtuosas. Esta tarde, en la playa, el sol entra y sale del libro; como Teseo, dobla su clámide, bebe en las copas negras del lenguaje y busca al monstruo del sueño, al híbrido, al descendiente de las transformaciones. Todo es ritual o llueve, ceremonia o liturgia. El sol enhebra, en lianas invisibles, las esquinas, los arcos, las paredes negras y tatuadas del poema. El niño, de pronto, vuelve y dice que quiere dibujar en la arena. Tiene que elegir, como el pintor elige un momento, como el poeta elige una palabra, como el traductor elige una forma de la metamorfosis. Tiene, se propone elegir un animal: una salamandra o un delfín. Elige un delfín, un pez de arena. Todo es elegir descubriendo otra cosa en el reino de la visión. Todo es una cita cumplida con el rey, pero no se puede confundir a un hombre con el sol, no son lo mismo; aunque nuestro sol sea una dimmensión humana. Todo son fragmentos amargos de sentido, un coloquio con los extranjeros que guardan sus cuadernos rojos en sus bolsos blancos. Cangrejos ermitaños, aprovechan cualquier concha abandonada, como nosotros: hay que habitar el día, llenarlo, sin nosotros no sería una parcela de aire, un arquetipo mitológico. ¿Ves? La brisa salada mueve la flor roja de los flamboyanes, la flor morada del jacaranda, la flor salada del mar azul oscuro o verde y los cabellos, las flores mustias y desveladas del cementerio, la flor ígnea del mundo y la flor sin flor de la escritura. Esta tarde, en la playa, entro y salgo del libro. En un azar elijo unas hojas y no otras. Flota el aire translúcido. Suena un cuarteto de cuerda en la casa blanca, en la ladera, en un cuarto de fuego. La música me salva. El sol se pone, los extranjeros se marchan. El niño acaba su dibujo y lo destruye. Fin y recomienzo. El mar, los árboles y el libro, los cuerpos son una inundación de la noche. La apuesta es al vacío. Dulces y negras, incesantes las desapariciones. Cada vez es más difícil leer y necesario. Ahora, quizá, solo perdura la ausencia, el exilio, el éxodo. Ahora hay que leer, expulsados del mundo, en su materia negra y calcinada.








miércoles, 8 de octubre de 2014

CALLE OLIMPIA, CALLE DEL MAR 

 
Vivir así, contemplando tan solo cómo cambia la luz mientras la noche todavía, entera y perezosa, está sobre la cama, llena de dedos y de párpados. Habitar esta calle marina mientras se arrodilla la tarde y, junto a la orilla, pasean extranjeros o cenan, y luego te cruzas con una antigua alumna que progresa en su boscoso español del Báltico. Habitar este bosque de sal innumerable, esta alborada sin albatros; pero donde anidan las gaviotas que al anochecer picotean restos de sol entre las algas. Saltar estos charcos cuando baja la marea, ver cómo se ondula la sábana del mar, cómo los perfumes y la sombra lo saturan todo. Ir por estos desiertos, custodiados por falaces adelfas, por recuerdos violados, por piedras que cubren lo que no se puede esconder. Estar así, articulando un italiano extraño y dubitativo, defenderse de los tataranietos de Dante con un infierno nuevo, lleno de diccionarios y periódicos. Pensar que la luna es una consecuencia de estas montañas, que tu soledad en la piscina es una ocasión para seguir andando hasta donde sigue sin haber nadie. Así, mientras se cierran las fronteras para no morir, vivir como quien se cuece en su caldero satánico y ser feliz no obstante, con la simplicidad alucinada del que se ha concedido unas cuantas rutinas y ahorra sus asombros. Comprarle un helado a una mujer morena, pasar las páginas de una guerra perdida. Ver cómo el desierto se parece a una intimidad para esfinges temblorosas. Vivir, habitar, sobrevivir en estos predios, rezar corrigiendo viejas oraciones, acariciar gatos ajenos que se parecen al gato de Poe. Despedirse de Sasha, decir adiós a Jocelyn, que sabía tanto de Uruguay y de canarios antiguos, de Onetti y de cómo duele el atardecer en Montevideo. Despedirse de algo o acariciar otra cosa, emprender antes de que amanezca un viaje al acantilado, y recordar allí todas aquellas noches hablando de cine hasta reinventarlo. Quedarse aquí, pasar de nuevo por el viejo parque de la infancia donde aún da vueltas un tren imposible. Ganar a fondo tu derrota en los Jardines de Coral, practicar un francés jergal y de extrarradio. Dejarse mecer por las ramas de grandes laureles de Indias. Emborracharse en la plaza del grito de los niños. Mamarse bien, como en un tango de Discépolo, algunas madrugadas en una terraza inglesa. Estas cosas imprescindibles, casi nuevas.

martes, 7 de octubre de 2014

GIOVANNI DIGRAZIA





Esta mañana, su figura estilizada y salvaje de empecinado adolescente se ha topado conmigo entre la terraza y los jardines del bar. Casi amagué con saludarlo, pero no lo hice; luego, su actitud, sus posturas, su charla humeante y nerviosa, adornada de inesperados giros idiomáticos y extranjerismos, me ha intrigado. Mientras sorbía en silencio el primer café y deslizaba mis ojos por un periódico, me encontré preguntándome cuánto tiempo hacía que Giovanni Digrazia pululaba por allí, en lo que yo consideraba, con absurdo exceso, “mis dominios”, a la ombra lunga della mattina. Lo miré mientras saludaba en un tosco italiano dialectal al dueño del negocio, y luego a Patrick en ese francés jergal de los parisinos que hablan su idioma con desdén, o le den la vuelta a su antojo: eh, mon pote, çava la mif?. Repasé mentalmente mis inútiles diarios, amarillentos y virtuales, y me dije: “poco más de año y medio”.
Como aperitivo, y como era su costumbre, pidió una copa de vino blanco. Aún faltaba más de una hora para el almuerzo y, mirándolo, recordé las habladurías que había escuchado sobre él: nada especial, la leyenda común a esos hombres, algo gastados por los fuegos de artificio de la vida; pero que juegan a ser jóvenes durante mucho tiempo, y beben hasta tarde en la piscina, se bañan en el mar de madrugada con mujeres dudosas después de una borrachera, comercian con cosas prohibidas, de oscuro prestigio, en este sur cicatero o difícil, y han tenido un pasado europeo y políglota, al que le gustaba menudear en los mejores vicios: caviar de beluga del Caspio, champán, vino de Provenza, o los verdaderos e imposibles lugares baratos de Roma… Hace mucho que Venecia agoniza.
La francesa madura y teñida de la mesa de al lado, ha fingido dejarse seducir por los ojos turquesa de Digrazia, e imaginé su bonito cráneo de rey desconocido sepultado bajo el cemento de cualquier ciudad industrial: Leeds, por ejemplo, pero me parecía imposible. Era mejor imaginarlo como el cadáver congelado de una expedición que se pierde en los hielos del Ártico, o suponer, simplemente, que seguiría allí, es decir, aquí. Más sencillo pensar que alguien lo amenazará dentro de unos pocos segundos por una deuda olvidada, que habrá forcejeos y gritos, y que la caída de una copa de vino es un símil perfecto para un crimen subtropical. El raro final de un extranjero de primera entre el bochorno arrabalero de su palacio arruinado.


domingo, 5 de octubre de 2014

LA DESAPARICIÓN DEL FUTURO





Los mejores años de muchos de nuestros abuelos, los abuelos de los aún jóvenes de mi generación, fueron secuestrados por la Guerra Civil y el triunfo y la imposición del Franquismo; pero nuestros padres tuvieron futuro o, como poco, tuvieron la ilusión del futuro: cuando eran extremadamente jóvenes, lo tenían ante sí, esplendoroso y abierto como una consecuencia inevitable de un trabajo constante, duro, eficiente, con o sin estudios. Entiendo que estamos en los años setenta del siglo pasado, en los últimos momentos de la dictadura, cuando la economía, y la fuente de riqueza que comenzaba a ser el turismo, despuntaba con fuerza en Canarias. El futuro era un tiempo potencial pero alcanzable, fruto decantado y perfecto que caería por su propio peso y en el que se depositaban todas las esperanzas. El régimen, castrador, ilegítimo e intolerante en los años cuarenta y cincuenta, se convirtió en sus dos últimas décadas en un mohoso y antiguo proceso de descomposición que era apenas un cadáver en pie, un zombie que malamente ejemplificaba lo que en Europa había significado el triunfo de los fascismos.
En la ilusión de mejorar las condiciones de vida, el presente estaba sujeto a la obtención de un fin: el pasado, los orígenes humildes, podían ser superados porque aquellos, los setenta, eran unos años que permitían concebir esperanza y preparaban la democracia. Se cerrarrían entonces cuatro largas décadas de Nacionalcatolicismo, propaganda franquista, consignas prorégimen, manipulación mediática, grisura, retraso, cerramiento al exterior e incomunicación con América y Europa... España, naturalmente, no se pone a la altura del tiempo histórico que vivía en noviembre de 1975 y justo después de la muerte del dictador: ya desde los años sesenta el país trataba de estar en el presente, de habitar el hoy, de irse adueñando poco a poco de él. La modernidad redefine el tiempo hasta casi convertirlo en una creación suya. La época moderna acelera la historia como nunca, y la empuja hacia delante arrastrada por las revoluciones populares, la economía burguesa y el despegue industrial. El tiempo vuelve a correr en España tras el cierre de la dictadura franquista que, como todo poder y como nos enseñó Fukuyama, había congelado la historia cuanto pudo para adueñarse de ella y, sobre todo, para que nada cambiara. Por fin, parecía haber llegado un período nuevo, distinto, lleno de proyectos y de fluidez hacia un estado laico, europeo y democrático.
Mis padres fueron adolescentes en los setenta y jóvenes en los ochenta, cuando ocurrió mi infancia. Ellos tuvieron entonces confianza, fe, un dominio de su presente y una fuerza que yo jamás he tenido, y que en este nuevo siglo he perdido casi completamente. En la espectacularización de todo, nadie sabe a dónde vamos ni quién nos guía hacia un futuro que parece alejarse al mismo ritmo, o a una velocidad superior, con la que nos ve venir para atraparlo. Pasado el medio siglo, el último Heidegger no fue menos crítico con el capitalismo moderno que Karl Marx en el siglo XIX: uno habló de «entes», el otro de «mercancías». Muchos filósofos siguen sin entender hoy al viejo profesor de Friburgo cuando hablaba del «ser» y su progresiva ocultación, su retirada de la escena pública. Si estos filósofos y pensadores hubiesen leído a Hölderlin y a Rilke con la intensidad y la pasión con que lo había hecho el fascista Martin Heidegger, entenderían cuánto dependió su pensamiento de estos poetas y de otros como Goethe. Ahora ya nadie parece preocupado por el ser, por qué cosa sea el ser y dónde se encuentra. Con el ser de Heidegger, y la lógica capitalista de las sociedades más avanzadas, se ha marchado el futuro: nadie puede preocuparse a tan largo plazo. Nos queda la incertidumbre y el pathos de una indignación más desarmada e impotente que nunca. Nos quedan acres de frustración y desencanto contra un enemigo cuanto más poderoso y adaptable, menos visible. Guy Debord lo ha dicho mejor: «el centro de control ahora se ha ocultado, y ya no lo ocupa ningún líder conocido ni una ideología clara».

viernes, 3 de octubre de 2014

HISTORIA DE UN DEICIDIO




Al alba, tras un sueño inquieto, René Descartes despertó convencido por la necesidad de dudar de todo, de todo menos de sí mismo; es decir, de cada cosa menos de sus potencias cognitivas, de su intelección, de su capacidad para la incertidumbre y el escepticismo. Descartes dudó de la larga y tediosa Teología Medieval, de la Teocracia, del Silogismo aristotélico, del Nuevo Testamento, del Antiguo Testamento, en definitiva, del mismo Dios. René se movía mucho, tenía miedo: estamos en 163... y no hacía tanto que Giordano Bruno había sido quemado vivo. Descartes, a veces, creía oír ayes y gritos espantosos a su alrededor. Por comodidad, por precaución, se fue a Holanda, pues un filósofo necesita sus horas de ocio cada día para poder pensar sin que la Inquisición te ande molestando por cualquier cosa. Allí, clandestinamente, sin escandalosos milagros, parábolas, resurrecciones ni dar clases a los pescadores, se convirtió en Dios ante el absentismo laboral de Dios, y trató de trabajar un poco.
Comenzó a reordenar filosófica y matemáticamente el viejo universo, los movimientos de los astros, el sistema solar, y a aceptar nuestra marginalidad en ese sistema. Descartes quitó a Dios del trono para jugar él la partida, para sentarse él a ver la película del mundo. Se puso detrás del telón y ahora era él quien movía los hilos. Después de muchos siglos, René era, por fin y sin que resulte cursi o ridículo decirlo, un hombre “hecho a sí mismo”. Luego creó una humanidad nueva, crítica, burguesa, dueña de su destino, que le daba codazos y pisoteaba a Dios mientras corría para aniquilar a Luis XVI y María Antonieta. Cuando Descartes creó a Descartes, el segundo Descartes escribió un libro, inspirado por el hastío y la pereza de Dios: el Discurso del método (1637), un tratado filosófico en el cual un tal René Descartes se levanta un día poniendo el mundo al revés, todo patas arriba, hasta llegar ante las barbas de Yahvé y de un tal “genio maligno”.
¿Cuál fue la intención de Dios al crear a un primer Descartes creyente que crea, a su vez, a un segundo Descartes dudoso y escéptico que quiere coger las riendas de la Historia? Un filósofo de Níger, tres obispos de la Isla de Pascua y seis estudiantes de metafísica en Friburgo, están de acuerdo en afirmar que Dios quiso tomarse unas merecidas vacaciones sin más quejas, peticiones ni lamentos; aunque uno de ellos argumentó que el señor no quería declarar su patrimonio a la iglesia ni a Hacienda en el futuro. Algunos ilustres pensadores opinan en cambio que Dios quiso demostrar que el hombre también podía y debía hacer algo por sí mismo, sacarse solito las castañas del fuego. Otros dicen que a Dios le gustan los trucos, las dobles metonimias y, sobre todo, que nos matemos con abundancia los unos a los otros. Nada le divierte tanto como una guerra preventiva o una buena revolución.




jueves, 2 de octubre de 2014

DESCRÉDITO DE LA ETERNIDAD



Si una gran mayoría de los políticos de hoy, por no decir que todos, ha perdido la que solía ser su su principal baza, la credibilidad, no es menos cierto que la gente de la calle ya no cree ni espera acontecimientos o estados duraderos en su vida. La gente sabe que vive «entre dos paréntesis», en la inmediatez de una sociedad express donde todo es vertiginoso y más frágil y fugaz que nunca. Tampoco los banqueros, las celebridades, los millonarios confían en la duración o en la perdurabilidad de nada: la eternidad ha caído en descrédito. “Nada es para siempre”, decía una canción pop de hace unos años adelantándose a su propio olvido, a su mismo proceso de descomposición y pérdida, pues quizá quien escribió la letra sabía que, de tener éxito, no duraría mucho.
Si la historia es un caos sin leyes más parecido a la carrera enloquecida de una bestia amenazada, o al principio de incertidumbre de la física teórica, que a un proceso coherente, racional, de progreso y evolución humanos, las revoluciones industriales, la aceleración de los medios de producción, el ocio, el aumento sustancial del consumo y de la población, el crecimiento de las ciudades, la ausencia de una regulación en cuanto a las acciones de bancos y empresas a nivel mundial, la llamada globalización… aceleraron hasta límites insospechados su tiempo, el tiempo de todos, hasta que los acontecimientos y los hechos que la componen se hicieron infinitos, y fueron constantemente sustituidos unos por otros hasta soslayarse y contradecirse: apenas leemos y discutimos una noticia, cuando ésta ya ha quedado caduca, desfasada, e incluso falseada por otra que la corrige hasta deformarla. ¿Dónde está la verdad, cuáles son los hechos, qué versión es la buena?
La experiencia de cualquiera suele ser un engranaje falible e irregular de aprendizajes y olvido, y la experiencia de cada ser humano en las sociedades de hoy se desarrolla acuciada por la impaciencia y el egoísmo del que está solo y ha olvidado qué significa la solidaridad o la responsabilidad con el otro. Nadie espera con nosotros demasiado tiempo para conseguir, aprender o entender algo. No le concedemos paciencia alguna a nuestros instantes y todos huyen, volátiles y juntos, hacia la desaparición, lo mismo que nosotros corremos hacia ninguna parte en aviones o autopistas cuyos destinos se han despojado de casi todo: sobre todo de memoria y de futuro. ¿Quién podrá o querrá responsabilizarse hoy del resultado de sus demoras, de sus atrasos? Cualquier cosa despaciosa, duradera, lenta, parece defectuosa, y ya no es agradable ser fiel al silencio o la soledad propios, a esa intimidad en la que escribo estas líneas que ya han comenzado a amarillear y a borrarse.
























































522 AÑOS DE SOLEDAD


Cristóbal Colón (Génova, 1436-1456 - Valladolid,1506), después de tocar a la puerta de algunas monarquías europeas, logró convencer a los sacrosantos y genocidas Reyes Católicos para que apostaran por su proyecto y financiaran su viaje a las entonces llamadas Indias Occidentales, lo que provocó el descubrimiento de América. Este proyecto no es inocente: a Colón no lo mueve el altruísmo, sino el afán de riquezas, de títulos, de poder, en definitiva, El Dorado. La Corona Española, tras la conquista y matanza que hizo en Canarias a lo largo del siglo XV, decidió arriesgar con dinero judío y proveyó a Colón de todo lo necesario para emprender su viaje. Y la llegada del almirante a lo que luego fue América supuso otra matanza de muchos millones de nativos (¿treinta, cincuenta?), y la rapiña de todo lo valioso que se encontró en las expediciones y viajes que se hicieron inmediatamente después. España se llenó los bolsillos mientras pudo y hasta la aparición de los piratas ingleses, quienes comenzaron a atacar a los galeones que trasladaban el oro desde una orilla a otra; es decir, a robar un oro ya robado después de sofocar con sangre las llamadas colonias de ultramar.
Cuando se alcanzan los primeros años del siglo XIX y Bolívar, tras traicionar a Miranda y pactar con San Martín en Guayaquil, se arroga el papel de libertador de América, el continente no ha perdido su imagen de tierra de ensoñación que tenía, al menos, desde finales del siglo XV. América continuaba siendo para los europeos de entonces el gran contexto de la vida, de la fiesta, del alcohol; el paraíso terrenal y dionisíaco donde todo es posible, y agradable traspasar cualquier conductismo o protocolo moral. En ella pone el viejo continente la irracionalidad y los instintos. Europa es, por tradición y espesor cultural, el continente de la razón, el ilustrado, que ordena e imprime rumbo y sentido a la historia, como pensaba Hegel; o trata de cambiarla ejerciendo una praxis sobre ella, como quería Karl Marx. Por eso nos encanta, en algunas novelas escritas allí, que los curas leviten o las alfombras vuelen, lo cual no es necesariamente bueno ni malo; pero me interesa de estas imágenes el que se ajusten tan cómoda y plácidamente con la mirada heterotópica o utópica que nos gusta conservar de América Latina; la misma que nos legaron el peso estereotipado de los siglos, o el propio Marx.
Me parece que quien más y mejor se aprovechó de ello, recreando y capitalizando estos mitos y prejuicios de los propios europeos, fue Gabriel García Márquez. García Márquez escribió siempre dentro del llamado “Realismo mágico”, ese clima narrativo que quizá inaugura el guatemalteco Miguel Ángel Asturias con su novela El señor presidente (1946) y que, entre otros, el extraordinario escritor cubano Alejo Carpentier estudió en su ensayo “De lo real maravilloso” (Tientos y diferencias, 1967). Mientras tanto, en la otra orilla nos satisface comprobar que teníamos razón, que somos los dueños exclusivos de ella, y que esa es nuestra diferencia, nuestro rol con respecto a Latinoamérica. Porque, aunque a algunos nos intrigue hasta la incomprensión, una mayoría muy respetable de lectores prefiere los inventos y milagros de Cien años de soledad (1967) que Paradiso (1966) o los relatos conceptuales e intelectuales de Borges, contradictorio y hasta deplorable políticamente hablando y quizá el gran escritor del siglo XX en español. La intelectualidad, el enciclopedismo, el pensamiento, la reflexión... son europeos; ¿a los jóvenes escritores latinoamaericanos aún les queda solo la magia y la superchería? Leyendo a algunos de los nuevos narradores, convengo en que no y espero que siga siendo así.