domingo, 30 de noviembre de 2014

LA VEJEZ DE LAS ESTATUAS

Como se ha descubierto hace muy poco, en la selva del Amazonas las estatuas envejecen más rápido que las mujeres. Con los años pierden firmeza, se cansan de estar siempre en la misma posición, y acaban por bajarse del pedestal, limpiarse la humedad, los excrementos y la indiferencia, y deambular sin rumbo por los poblados. Los indígenas no les hacen ningún caso porque, en general, desprecian la ampulosidad, la escultura, y la vanidad rígida de las estatuas. Lo común suele ser que éstas caigan en la indigencia y mueran en algún albergue, desatendidas y remotas, o entre los desperdicios de un muladar. Allí solo los niños de la selva las visitan para jugar con ellas y cuidarlas con sus manos menudas, mientras las estatuas les cuentan sus vidas cuando fueron de carne, y podían sentir cómo las lágrimas rodaban por sus mejillas.


sábado, 29 de noviembre de 2014

LA CASA DEL BOSQUE

No siempre, pero muchas noches a lo largo de su vida, el anciano ocioso y solitario soñaba lo mismo: volvía a aquella tarde fría y lluviosa de su adolescencia en la que se había reunido con un grupo de amigos del instituto para visitar una casa abandonada y al parecer «habitada por espíritus», según le había contado la muchacha de la que secretamente estaba enamorado y que aquel día, por supuesto, no faltó a la cita. En el sueño, el grupo (dos chicos y tres chicas) caminaba por un camino apartado que dejaba el pueblo a sus pies, y se internaba en el bosque; allí terminaba el asfalto, y el olor y la sombra fría de los pinos y los laureles se hacían intensos.
Al final del camino, que en su recorrido ofrecía distintos senderos que nadie sabía a dónde llegaban, había una casa grande custodiada por huertas y jardines generosos. Atravesado por un extraño temblor, el anciano y sus jovencísimos amigos saltaron el muro de la casa, que repentinamente se envolvió en niebla; lo que no impedió distinguir en su interior, junto a un patio con aljibe cercano a la puerta, a una mujer madura, pero aún joven y atractiva, con una larga cabellera rubia. Justo en el instante en que ella iba a hablarles, probablemente para llamarles la atención, despertó.
Este sueño y cada una de las minucias de aquel día habían permanecido intactos en su memoria, tanto que llevaba muchos años obsesionado con ellos y, sin poder pensar en otra cosa, había desperdiciado su vida en una especie de fidelidad romántica a ese remoto día del pasado. Podían pasar varios meses, pero siempre volvía a soñar lo mismo, y despertaba justo en el momento en que aquella mujer rubia, rodeada de niebla, iba a gritarles alguna cosa que nunca supo qué era.
Unos días después, el anciano, harto de una vida anodina y de ridículas intrigas, decidió coger el coche e ir a visitar el bosque de su adolescencia que había permanecido nítido en su memoria; pero que, cuando llegó a él, apenas sí reconoció. Allí, a la izquierda de la carretera, donde acababa el asfalto, aún se abría el camino del sueño después de tantos años. Bajó del coche con dificultad y empezó a caminar con una rara emoción que le pareció tan ajena o remota como una historia contado por otro. Como entonces, en los años de la adolescencia, el camino subía dejando el pueblo abajo, antes bajo laureles y pinos de un verde intenso y ofreciendo senderos diversos por los que nadie cruzó nunca, hasta la casa, muy distinta a cómo la recordaba o la recreaba su fantasía con tanta y tan inexacta precisión. En lugar de la mujer atractiva y rubia del sueño, un muchacho respondió a su intromisión:
Dime, chico dijo el visitante, ¿de quién es la casa, está en venta?
Es mía, y no la vendería por nada del mundo: mi abuelo se pasó la vida soñando con ella y ahorrando para comprarla, pero no le aconsejaría que lo hiciera… ¡El espíritu de los que no descansan en paz, los fantasmas y el rencor del pasado la habitan!
¿Espíritus, fantasmas, rencor? Dijo el anciano visitante. Pero ¿de quiénes, quién eres tú? Y, si sabes eso, ¿por qué sigues aquí?
¿Hace falta que le responda? dijo el otro, mientras cerraba la puerta casi con indiferencia.


viernes, 28 de noviembre de 2014

[LA MUERTE...]
 

          La muerte es el único animal que no conoce las puertas.
El dios de los judíos empezó a caminar por el norte de África sobre cuatro pezuñas.
El dios de los cristianos terminó de pisar las azucenas de arena sobre dos pies izquierdos.
El dios de Mahoma comenzó a caminar sobre la calavera perdida de un carpintero judío.
La muerte es el único niño que, cuando nace, ya sabe hablar.
El antiguo dios de los egipcios es verde esmeralda como las comisuras risueñas del Nilo.
La muchacha más hermosa de la tierra compartió contigo una noche de otoño a la intemperie. Bebió de tus manos el vino blanco-ácido que decanta la luna. En la mano izquierda llevaba tatuado el ojo de Horus vengador.
La escalera que Jacob usó para luchar con el ángel no es disitnta a la que usas tú para cambiar una bombilla, o a la que lleva a cuestas el viejo pintor que habla con los muros desconchados, o corrige la ortografía de Dios en los techos de la iglesia abandonada, en las paredes agrietadas de la catedral.
Cada noche el viento dicta su lección. La mayor parte de las canciones que canta no las quiero escuchar. Su magisterio limita con lo soportable:
Para comulgar con Empédocles basta con uno de estos volcanes; basta con una boca deseosa y una sedienta vocación. Para acompañar a Empédocles basta con unas sandalias de pescador judío, y unas briznas de abandono alojadas en los armarios de la sangre o en los espejos de la mente. Y luego hay que elegir una vía dolorosa y cargar con un carácter, ya sea de madera de tea o de inspiración divina. Basta con elegir un destino y regatear por una voluntad con un anticuario egipcio, o con un mercader turco en las entrañas de Estambul.

(de Para ser recitado al viento sibilante, 2013)


HOMBRE


Como se trata de una autora inédita hasta ahora, me permitiré dar unos datos biográficos mínimos. Evelyn de Lezcano nació un 19 de septiembre del siglo pasado en Las Palmas de Gran Canaria y estudió en la universidad de esta ciudad. Antes de la reciente edición de su primer libro, Hombre (Huerga y Fierro editores, 2014), Evelyn había publicado poemas en revistas digitales como Terminal, Palabras Indiscretas, Resonancias literarias, Palabras diversas, Letras TRL, MONOLITO y Letralia. Además lleva el blog de poesía maevelyn19.blogspot.com. Ha sido incluida en la Antología Poetas Siglo XXI, de Fernando Sabido Sánchez; en la muestra visual de Poetas de Gran Canaria, preparada por Francisco Lezcano Lezcano; y en la Muestra de Poesía Canaria que realizó el traductor y poeta Mario Domínguez Parra para la revista mejicana Círculo de Poesía.
Como decía más arriba, Hombre (2014) es el primer libro de poemas publicado por la autora. Se trata de una serie numerada de textos sin título donde la voz poética, dueña de una admirable administración de recursos retóricos, invoca o evoca a un hombre genérico y total que parece incluirnos a todos. Sin embargo el libro, que está dedicado a y se abre con dos citas de Leopoldo María Panero, parece cantar, buscar y comprender al poeta madrileño, o al menos al concepto o la noción que éste tenía del hombre y de la condición humana, conceptos que siempre le obsesionaron y colocaba en entredicho pues el hombre, cada uno de nosotros, es siempre algo precario y fugaz, frágil y vano.
No son un adorno ni gratuitas las citas de Panero, pues ambas se complementan y parecen ofrecer el contexto conceptual, semántico y simbólico, donde se desarrolla Hombre. Así en los poemas escuchamos una voz pagana e irreverente, existencialista, dividida entre quién es y quién cree ser: tal vez en esa disyuntiva se halla la estatura real de un hombre que parece condenado a encontrarse con la incomprensión, la soledad, y el silencio indiferente con que nos vemos sin reconocernos: “Algunos hombres, / a los que nadie mira de frente, / atisban / los espacios que brotan entre dos espantos (...)”.
El hombre de hoy habita la normalización del desastre, de la ruina y, finalmente, de una nada que, tras el giro copernicano que significó la muerte de Dios (inaugurada por la Peste Negra duranta la Baja Edad Media y Descartes, y rematada por Nietzsche) y dos guerras mundiales, se convierte en el último nombre del lenguaje y en la conciencia de un hombre que se siente solo en el universo, sin esencia ulterior de sentido final: “(...) se están cayendo cuatro párpados, / dos seres enroscados a la nada”, nos dice la poeta desde el comienzo del libro pues lo que inauguramos hoy es un perpetuo atardecer, una decadencia, un ocaso sin fin punteado por dioses para media hora.
En este primer libro de Eve aparecen, discontinua y oportunamente, personajes o seres sin un referente real claro o incuestionable, como el “Señor en Blanco y Negro” que es nombrado en el segundo poema para sostener una tensión, a la vez, dialógica y silenciosa con la voz poética. Ese “Señor”, que tiene la mirada preñada por un gran peso de odio y de fracaso, ensaya un golpe que no acaba de infligir nunca y, de alguna manera, acusa al yo poético de una derrota, de la pérdida de algo desde su mutismo, un silencio desconsolado y doloroso. Ese “Señor” desmenuza, destroza y quiebra con sus ojos acusadores a la voz que nos habla en este libro y que, como el espejo roto donde se mira el hombre moderno, ya nace dividida y fragmentada por un mundo interpretado, parcelado, en el que distintos poderes se disputan un control castrador y absoluto sobre el ser humano y sus posibilidades.
En el IV poema de la serie, uno de los más bellos e intensos del conjunto, un hombre herido por la mentira, por los sofismas y la lanza de los fariseos, busca una huida cuando cae a golpes una tarde viciosa y plagada de sombras. Ese viaje a ninguna parte que emprende sólo está aliviado por la soledad, por la distancia que puede abrirse con respecto a los otros (infernales muchas veces si recordamos las famosas palabras de Sartre), pues ya ningún fin u ojetivo parece bastante deseable: “(...) Se ha hecho noche. / Págame un taxi. / Llegaré a ninguna parte / y así despistaré a los que me siguen”. “¡Qué alivio!.../ Eres un árbol y / no puedes seguirme”, diría remedando a Félix Francisco Casanova, un poeta muy querido por algunos amigos.
No faltan en este libro el compromiso cívico y la denuncia de las apariencias y los monederos falsos en una ciudad que puede ser cualquiera y que se muestra “limpia”; pero camufla sus alcantarillas y sumideros, como ocurre en el V texto del conjunto: “Limpia ciudad que excreta residuos / por miles de sumideros camuflados. / ¡Qué bien funcionan las alcantarillas de esta ciudad! (...)”. En esa ciudad, sólo reluciente hacia afuera pero quizá podrida en su interior, la identidad es algo de lo que han despojado al hombre porque le han arrebatado los medios materiales para su subsistencia, y es algo que éste trata de recuperar en mitad de una miseria que lo empuja a la búsqueda de un poco de comida entre los tachos de basura: “(...)Te llenará de esperanza ver / que en esta ciudad, hay gente / que con la misma paciencia / o con más paciencia / o con impaciencia / buscan, / en los contenedores de basura, / una identidad que llevarse a la boca (...)”.
Es la ciudad postindustrial y postutópica que nace fría y desconfiada entre las ruinas de la ciudad moderna, y donde el poeta, perdido el halo sacro del profeta bíblico, habla o perora sin ser escuchado, gritando sus propias palabras o balbuceando las líneas de dos de los textos que conformaban aún los cuatro “grandes relatos” o “metarrelatos” de la Modernidad (La Biblia y El Capital, de Karl Marx) y que quizá el filósofo francés Jean-François Lyotard se precipitó al dar por muertos, despreciando el direccionismo y la influencia sobre la historia y su marcha que aún hoy poseen. Es esta la ciudad donde el hombre es vigilado y castigado por la mirada ajena, una mirada inquisitiva y violenta, inclemente, que lo condena sin usar las palabras: “(...) Solo tienes que saber elegir, / con calma, eso sí, mucha calma / y cuidándote de la mirada del otro, / de que no reconozca tus facciones / en tanto no hayas decidido / cuál de ellas vas a mostrar. / Y si, además, te sientes motivado / y tu memoria dispuesta, / podrás recitar algún versículo de La Biblia, / La Torá completa / o El Capital. / No importa y no importa / que detrás de las cortinas / sólo te escuche / la sombra en fuga / de un roedor”.
Sentada ante el mar y soñando un viaje cosmopolita y romántico siempre aplazado, la poeta y su voz habitan “una marquesina lejos del cielo”; una marquesina metafísica que cae sobre el mar, como ocurre en alguno de los mejores poemas del primer Eugenio Padorno. Quizá ese cielo sólo pueda estar habitado por una deidad incognoscible o epistemológicamente muerta, y en mitad de un carnaval casanovesco o veneciano de “figuras monstruosas” y máscaras obscenas, donde nadie desea ser algo definitivo y cerrado, porque en la Modernidad Líquida o Segunda Modernidad, sobre las que tan provechosamente han reflexionado Zygmunt Bauman y Ulrich Beck, eso es un signo de conformidad, de estatismo y de pesadez impensable o condenatorio. La capacidad de adaptación, de cambio, de movimiento, de fluidez y de reinvención, definen y delimitan, en gran medida, la supervivencia material de este “Laocoonte bicéfalo”, pues el hombre que nos muestran los poemas de Eve está solo, debatiéndose en una nada cotidiana y normalizada de la que sólo lo consuelan la amante o el prójimo.







miércoles, 26 de noviembre de 2014

ERA UNA DE ESAS NOCHES

La tarde acababa de hundirse en el horizonte y la noche, como siempre es aquí, cayó de pronto y se adueñó de cada espacio con sus hirsutas patas de araña. Era una noche muy negra, sin luna, y desde mi habitación a oscuras escuché cómo alguien caminaba en la huerta de al lado. Lo delataba el crujido seco del millo y el ladrido súbito de un perro. Nada me hizo estar seguro de ello, pero intuí que en las cercanías había otra persona que esperaba o seguía al caminante. Un viento repentino comenzó a lamer la noche y los grillos y las ranas se escuchaban cada vez con más intensidad.
Me pareció percibir un bisbiseo, apenas un intercambio mínimo de palabras. Oí un golpe seco con algo contundente, un mazazo que retumbó como un gong en la madrugada. Después un cuerpo que cayó entre el millo con estrépito, y el carraspeo árido que precede a un salivazo. Luego una última palabra pronunciada con rencor en una lengua desconocida. Apenas me di cuenta cuando clareó y el día se anunció en la ventana; pero no me atreví a mirar por ella ni a salir afuera. Volví a escuchar cómo alguien caminaba en la huerta de al lado con ansiedad. Me equivoqué: Aún era de noche.


martes, 25 de noviembre de 2014

LA POSEÍDA



Mi prima Silvia estaba poseída, hecho que se creía y del que se dudaba a partes distintas. Yo lo creía ciegamente: jamás había visto a una adolescente más bella, rubia y de aspecto etéreo, diciendo tantas porquerías, masturbándose con el crucifijo de mi abuela o metiendo al abuelo en su cama a cualquier hora de la noche. Mis tíos no sabían qué pensar ni cómo actuar: los médicos les dijeron que aquello era un asunto de compleja índole filosófica y que no tenían herramientas con las que tratarla. Los exorcistas que la habían visitado les recomendaron llevarla a un médico especialista en psiquiatría, después de acostarse con ella cuando se quedaban a solas con la endemoniada.

La verdad es que los gritos de mi prima y sus maldiciones duraban día y noche, así que, para poder dormir y aliviarme también, solía meterme en su cama y rezar con ella un Ave María. La familia pronto compró los suficientes tapones y pastillas como para no oír los alaridos de mi prima reclamando hombres en su cuarto constantemente: Todo después de insonorizar las paredes y advertir a los vecinos. Por último, optaron por amordazarla. Cuando nos enteramos de que Silvia se había quedado embarazada, nadie podía explicarse cómo había ocurrido. El parto fue difícil y en casa: la asistieron como matronas unas prostitutas del barrio porque eran las únicas sin cuentas pendientes con el más allá. El esfuerzo de mi prima y sus dificultades fueron tan penosas, para sus estrechas caderas, que murió dando a luz mientras todos retuvimos una lágrima y ahogamos un suspiro.

Casi inmediatamente después, se abrió junto a la cama una grieta que exhalaba humo, olor a azufre y llamaradas, mientras una voz maléfica en off reclamaba al hermoso macho cabrío que Silvia había parido. El hecho, en sí intrascendente, causó alguna muerte súbita en las personas mayores que estaban en ese momento en la habitación, singularmente en la tía abuela Virtudes. Solo el abuelo Tomás se mantenía impertérrito y tieso en su silla, actitud que atrajo todas las miradas hasta que se levantó de golpe y dijo: «A mí no me miren. ¡Ya le advertí a esa jodida cría que la ouija no era un juego!»






domingo, 23 de noviembre de 2014

SOLO SON UNA BRISA, UNA NUBE

Casi han pasado veinte años desde que dejaron el instituto para ir a la universidad, y seguir cada uno con su vida por separado. A pesar del tiempo transcurrido, Alejandro aún se pregunta cómo serán los besos de ella, y se tortura imaginando a los hombres que la habrán besado a lo largo de ese tiempo. Solo una vez le había besado la mejilla, en 2º de Bachillerato, cuando salían juntos de una clase. María decidió estudiar psicología y salir con otros chicos, tratando de olvidar ese amor imposible que nunca había sido y que quedó remoto y melancólico, como la última canción de una verbena que atraviesa las laderas de la noche para no dejarnos dormir.
En la actualidad, él vuelve de noche al pueblo de la adolescencia, donde fue feliz sin saberlo, al instituto, y camina sobre las aceras donde le decía que había soñado con ella, mientras María se ruborizaba y agachaba la cabeza cuando salían juntos de clase de inglés. Ella ya no vive allí y ahora trabaja como psicóloga para alguna empresa. Acaba de dejarlo con su último novio. Ambos son felices a ratos, con esos placeres pequeños que cualquiera puede cultivar con un poco de imaginación y otro poco de orgullo, sentados en terrazas donde la noche se hace evidente de pronto, y hay que dormir porque mañana es día laborable y se madruga.
Todavía, después de casi veinte años, a veces el uno sueña con la otra y viceversa. Alguna vez se han encontrado en jardines atardecidos o en cafeterías bulliciosas, siempre de camino a algún sitio donde no hacía falta llegar tan pronto como aseguraban. En esas ocasiones, ella parecía feliz y resuelta mientras le preguntaba cómo le iban las clases, si también estaba de exámenes o en qué estaba trabajando. Luego le decía que estaba bien y que ahora vivía en el Puerto. Él intentaba parecer indiferente y maduro, mientras se deshacía de dolor por dentro viendo lo guapa que estaba, y pensando que seguía teniendo la misma voz que se había grabado a fuego en su memoria. En cambio, solo podía decir que había sido bonito encontrarla, y que de casi todo ya comenzaba a hacer veinte años.
Ambos intercambiaban entonces sus teléfonos y se despedían con un beso, suave y leve, de nuevo en la mejilla. Ella entonces seguía andando camino de su coche, aunque ese día no lo hubiese traído, mientras se le desgarraba el alma. Emocionado pero triste, Alejandro seguía hacia su casa subido en el tranvía. En ese momento, ambos se decían a sí mismos que lo más importante era que el otro estaba bien y, ante eso, los sentimientos de cada uno pasaban a un segundo plano. Al fin y al cabo, ella ya no va casi nunca a su pueblo ni se pasa por el viejo instituto, y él sigue esperando de madrugada, en el mismo banco, bajo las estrellas, a una chica de dieciséis años con la que ha soñado anoche, y con la que se sienta muy cerca en clase de inglés.









sábado, 22 de noviembre de 2014

EL ENCARGO


Te he visto entrar e ir acercándote con gesto chulesco, con descaro, casi tratando de llamar la atención pese a lo delicado del asunto; pero supongo que has hecho esto en demasiadas ocasiones, tantas que la costumbre y los mecanismos del tedio le ganaron la partida a escrúpulos y remordimientos hace muchas noches. Me has visto sentado a la barra, solo, mareando una copa, con cara de perro apaleado. Te has sentado junto a mí y has sonreído con suficiencia. Creo que solo dijiste: «Buenas noches, Ray», antes de enseñarme el cuchillo y hacerme un penúltimo gesto amenazante.
Pareces un matón cualquiera, despreciable, pero yo aún soy peor porque me dejo dominar por la cobardía y el miedo. Son patéticas y despreciables mis lágrimas, mis excusas, mis peticiones de piedad, todas esas argucias por un poco más de vida. ¿Por qué ibas a escucharme, qué significa todo esto para ti? Tú solo has venido a hacer tu trabajo, algo limpio y rápido, sin testigos incómodos ni pruebas, sin preguntas. Ya te he prometido hasta lo que nunca tendré, pero es inútil y pareces tan indiferente como cuando entraste en el bar.
Luego el gesto es rápido y preciso: de abajo a arriba, hundes la navaja en el estómago y tiras fuerte, con decisión. Las manos y el agudo dolor no aciertan a contener las tripas. En realidad ha sido un crimen chapucero e indigno de ti. Nadie podría relacionarte con esto. Pensarán que ha sido cualquier matao. Es casi perfecto, ¿no crees? Bueno, pues ahora solo falta una última cosa, un pequeño esfuerzo imaginativo: supón que a ese cabrón, que bebe y se ríe despreocupado en el fondo del local, lo odias tanto como a mí. No te pido que te ensañes como lo harías conmigo, pero quiero ver el pánico en sus ojos: te he pagado para eso, para disfrutar ese momento. Sus vísceras y las mías quizá no sean distintas.


jueves, 20 de noviembre de 2014

EL GRADUADO

Como si fuera Gatsby, El Graduado está tendido sobre el flotador de la piscina. Es verano y no tiene nada que hacer ni se ha propuesto hacer nada, salvo seducir y ser seducido; amar y dejarse amar, tomar el sol y tener la mano derecha siempre libre para sostener una copa. Hasta ahora no lo sabía, pero es irresistible y se siente inevitablemente atractivo. Están lejos los exámenes, la universidad, los horarios, las obligaciones. Ha hecho un ovillo con todas las enormes esperanzas que había sobre sus hombros, y lo ha echado a rodar ladera abajo desde el chalet. Ahora todos los días son suyos y no tiene que usar corbata o poner cara de imbécil en el despacho de papá. No teme decir lo que piensa. Se siente fuerte, se siente seguro, se siente algo así como el hombre del año y se ha propuesto pasarlo en grande, solo eso.
Algo interrumpe su placer: un tipo al borde de la piscina le grita que salga ya, que ahora le toca a él, que se llama Jay Gatsby, y que quién se ha creído que es para entrometerse en su película. De mala gana, obedece. Cuando todavía se estaba secando en la caseta del jardín, escuchó los disparos. Salió corriendo y, sobre el agua, encontró flotando el cuerpo sin vida de Robert Redford. «¡Uf, por un pelo, qué poco ha faltado!», pensó Dustin Hoffman. La verdad es que no hay nada como ocupar las vidas ajenas, pero solo mientras resulten cómodas.









miércoles, 19 de noviembre de 2014

EL QUE VIVE DEBAJO DE LA CAMA

Cada noche, desde hace dieciocho años, cuando son poco más de las dos de la madrugada, un hombre sale de debajo de mi cama y me pregunta quién soy, qué hago en su habitación y por qué no lo dejo en paz. Normalmente el miedo me paraliza, y no logro articular palabra; él, aterrado por mi silencio, vuelve a ocultarse bajo la cama unos segundos después. Es inútil: cuando me levanto, enciendo la luz y miro, no veo a nadie y entiendo que ha sido una pesadilla y que nadie puede vivir allí. Cada madrugada, puntual, el hombre vuelve a salir y me interroga de nuevo, siempre sobre lo mismo. Es apenas un muchacho moreno, de ojos tiernos y boca femenina.
Una noche logré decirle que no tenía respuestas para él, y regresó a su escondrijo. Ya muy raramente conseguía conciliar el sueño. Tres noches después, el intruso salió de debajo de la cama y volvió a preguntarme. Le repetí que no lo sabía, pero que tampoco sabía quién era él o por qué suponía que mi habitación era la suya. Incluso lo amenacé con contarle a alguien sus intromisiones si seguía molestándome. La advertencia no pareció amedrentarlo y nuestras conversaciones nocturnas se prolongaron un mes más. Yo no le hablé a nadie de mi visitante y terminé por acostumbrarme a su presencia.
Una noche, para mi sorpresa, me pidió que cambiáramos de lugar: quería saber cómo era estar tumbado en la cama y no oculto bajo ella. A mí no me pareció mal la idea y, compadecido por su situación, accedí. Esa fue la perdición que arruinó mi vida: cuando quise volver a mi cama, el visitante me amenazó con cortarme el cuello con un cuchillo. Desde entonces espero aquí abajo, sin hacer preguntas, en completa oscuridad. Sé que si asomo la cabeza, la perderé. Nadie me busca ni parece echarme de menos. Es él ahora quien está arriba, y no sé quién es ni por qué ocupa mi habitación. No sé por qué no me deja en paz.








lunes, 17 de noviembre de 2014

LAS PALMAS, 2001; SEVILLA, 2007



El Ruso le dijo al Chino y a Grosén que movieran el culo y sacaran a la gente del bar de una puta vez. Mientras, vi a Mary entregando la recaudación de la noche al dueño. Después salimos El Ruso, ella y yo camino del furgón del primero. Creo que a aquellas horas ya no quedaba ningún garito abierto, pero los aparcamientos estaban a rebosar y los after empezaban su negocio, con las trans poniendo el culo en pompa apoyados en la barra y los coyotes pasando papelinas en el baño.

Los aparcamientos parecían la selva del Amazonas: cualquier tipo de fauna era posible. Depredadores y presas se esperaban o se deseaban, cada quien aguardando su momento en una invariable pausa alucinatoria. Desde las puertas abiertas de los coches, la música seguía rompiendo el aire limpio y crujiente de la mañana. Maleteros llenos de botellas, bolsas de hielo y vasos de plástico. El asfalto cubierto de cristales, jeringuillas, servilletas y condones. Alrededor de un viejo escarabajo rojo, unos guiris con pinta de gays seguían la fiesta. Llevaban plataformas y pantalones y camisas cubiertos de brillos y piedritas de bisutería. No paraban de bailar con los ojos cerrados y los brazos abiertos, como en una especie de delirio psicotrópico bajo el sol.

Pasamos junto a ellos, y El ruso escupió con asco un gargajo enorme y verde como una pastilla efervescente de rencor. No lejos de allí, sentados sobre un antiguo volvo azul con los cristales tintados, un grupo de greñudos vestidos de negro y metal miraba con desprecio la escena. Desde el interior de aquel viejo coche, una música rasposa e incompasiva te taladraba los tímpanos. Cada tribu se distinguía por la tromba de ruidos y aspidistras de óxido con la que se torturaba. Todo aquello era como un fogonazo de clavos ardientes clavándosete en el cerebro. En un rumiar incansable de quijadas trabajadas por la anfetamina, se les podía ver masticando el odio como si ese sentimiento fuera el desayuno: un bocadillo moral de hierro gris durísimo e imposible de tragar.

Los guiris con pintas gay seguían exhibiéndose, desprejuiciados y ajenos a los peligros que acechaban alrededor, como crías de pájaro que hubiesen caído con el nido entero al suelo desde su rama psicodélica. Los camellos seguían haciendo su agosto, y cada grupo se iba aprovisionando de nuevos víveres para fingir la oscuridad y la noche, como si el día hubiese sido solo un impás inoportuno y molesto. El cuerpo me temblaba por entero: los dedos, las manos, mientras seguía viendo a los demás pasándose cosas mortales a la espalda, en un comercio clandestino y fatal que no parecía tener fin. Podía deletrearse la ansiedad y la desesperación en aquellas ojeras, en aquellos labios agrietados, en los ojos casi en blanco.

En el asiento trasero de algunos coches, los aficionados a la ketamina dormían un sueño helado, un concierto deslizante y líquido con las pupilas dilatadísimas, rastreando una tierra profunda que se movía a una velocidad de vértigo. Por el camino, una muchacha con la cabeza parcialmente rapada, y los brazos llenos de tatuajes, vomitaba de rodillas. El Ruso le pateó la espalda y la chica cayó al suelo.

-A echar la pota a casita, a ver qué dice tu papá -dijo.

¿Los círculos del infierno? Ja, me reía yo de Dante entonces. Aquello sí que era el infierno, un infierno de espirales rapidísimas en una dieta de insomnio perpetuo. Todos eran como Tántalo o el burro y su zanahoria: mirando una recompensa que siempre se les escapaba de las manos en un último momento de desesperación. Cuando entramos en la asquerosa furgoneta hippie del Ruso, Mary nos pasó un frasco con popper. Aspiré con intennsidad y un tornado de fuerza ocho me abrasó el cerebro, como una aspiradora gigantesca que quisiera tragarse tu cabeza. Me sentí como un pantalón viejo, roto y acartonado al que se le da la vuelta de un tirón antes de meterlo en la lavadora. A los pocos segundos regresé.

Mary ya había sacado de su bolso de los horrores un papel de plata que contenía caballo. Preparó unas cuantas rayas y El Ruso ya había convertido el papel de una vieja multa en un cilindro perfecto; o quizá era un billete, no sé. Sabían lo que se traían entre manos, eso sí, y lo habían hecho un millón de veces, como monstruos o mascotas con alguna habilidad que exhibir hasta el agotamiento en un concurso de televisión. La llama del mechero bajo el papel de plata hizo que se desprendiera un humo ácido de la heroína que uno casi podía tragar con la nariz.

  • ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Mary.
  • Ahora sí que vamos de camino al infierno, guapita -dijo El Ruso.

Y eso fue todo, todo lo que recuerdo de aquel viaje en el que nunca supe quién condujo o cómo llegamos a casa de la rubia y guapa Mary. Cuando desperté habían pasado como seis años y no encontré nada reconocible alrededor.



LAS FOTOGRAFÍAS

Una lluvia invisible o metafísica horada, inadvertida, las fotos de los adolescentes, las orlas grises del instituto. En ellas suelen crecer, con humedad nueva, plantas y vegetaciones, árboles neblinosos que van ocultando una media de un rostro por año. Esos rostros son sustituidos, en la espesura, por diestros animales amenazantes. Todo ocurre insensiblemente. Los rostros adolescentes parecen contemplar un horizonte inmenso que luego se cerrará de pronto, como una puerta de oficina, y se hará oscuro como un túnel, pero sin luz al fondo. En estas fotos toda proximidad se siente como una caricia helada o un golpe imprevisto en el costado.
Las fotografías suelen ponerse borrosas, llenarse de una niebla incompasiva que convierte cualquier recuerdo en un tanteo en la oscuridad, una linterna sin pilas dentro de una galería. En los pasillos ocultos de las fotos, en sus patios escondidos, aún retumban las voces de los amigos del colegio: gritos como balas o flechas que se lanzaron hace mucho y no caen nunca, quizá solo una alucinación, un eco remoto, un remordimiento de sí mismos. Los adolescentes que posan junto a ti se han puesto hieráticos, y sobre sus párpados se agolpa hace mucho una nieve nostálgica, una sal melancólica que agrieta sus ojos y abisma sus rasgos en un pozo negro.
Ellos, no obstante, son tu país, una vieja comarca de olvidados prematuros. Tú desapareciste hace mucho, fuiste de los primeros. Un animal desconocido se ha puesto tu máscara y sonríe con tu boca, idéntico al que fuiste y tramposo jugando con lo que te has convertido. Hoy no te reconoce nadie. Ni siquiera estás seguro ya de haber estado allí, al lado de la chica que amabas entonces; pero ella tampoco sabe quien eres: no se lo dijiste nunca.


domingo, 16 de noviembre de 2014

DOMINGO, 12 DE ENERO DE 2003

Recuerda, hace muy poco tiempo,
tal vez días, quizá sólo unos meses.
Recuerda el paseo, los ficus,
el temblor del mar, las palmeras
antes del primer baño.

La desnudez, las llaves de una casa
prestada;
recuerda
la música de otro verano
perdido y encontrado,
encontrado, perdido
en una adolescencia rubia
quemada en su delirio o en su fiesta.

Comunes infidelidades,
¿qué voy a contarte que no sepas?
Lo que más nos gustaba era el verano.

Codicia de los cuerpos nuevos,
ondulaciones, adictivos
animales, poder de un digno
veneno lleno
de grandes cualidades.

Siempre se aman
las ciudades lascivas,
los falsos límites,
imperdonables sentimientos.

Cada jardín acaba por perderse
mientras se cruza bajo nubes,
bajo cielos sin sol,
entre pétalos y canciones,
cuando no queda luz
para vernos la cara 
y saber quiénes éramos.


sábado, 15 de noviembre de 2014

SOL DE PIEDRA O ¿PIEDRA DE SOL?

Este sol clausuró
su doble cielo silencioso.

Viene la noche a rodearte
y late, carnal y escondida,
una promesa blanca.

Una mitología nueva
ocupa el mundo con oscuras flores,
con bóvedas multiplicadas
donde las voces se complican
y se hacen piedra entre la sombra.


viernes, 14 de noviembre de 2014

AGUAS Y SOMBRA


Las barcas se hunden en un horizonte que se aleja y está por cerrarse, en la derrota amarilla de la luz. Estoy con David en la playa, en nuestra playa, y aún se puede escuchar la frescura de las risas en un raro atardecer veraniego de diciembre. La noche es como una pantera inconcebible o metafísica que se acercara con cautela, pisando cúmulos de esmeraldas vegetales. Dura en su inocencia fácil, sin leyes ni moral, lo muerde y lo devora todo en un banquete de fiebre. Nada me deja el día sino este placer caliente de la luz en los hombros, el sol que estuvo aquí juntando y levantando sombras que se van quedando frías.
Vuelan aún las andoriñas en el aire final de un verano invicto. Entre un cuerpo y otro, ahora quizá sería posible olvidar la mañana que vendrá, las nubes que suben o bajan con la marea, teñidas de un rojo sangre casi morado. En este reino de adelfas blancas, hasta los muros parecen de carne, todo en flor: la brisa negra, las dispersas sombras, el mundo que gira entre flamboyanes, siempre en la misma dirección, hasta dejarnos solos con el deseo, otra vez. ¿Se aprende así el oficio del ahogado?













jueves, 13 de noviembre de 2014

PARA QUE TODO OCUPE SU DESTINO

Empezaron otros pero, igual que ellos, confiamos en que la huida, arrancar de cuajo la nostalgia y aprender una nueva lengua, sería la válvula de escape perfecta para ofrecerle una última oportunidad a lo nuestro, tuviéramos lo que tuviéramos. Pocos minutos después de bajarnos del barco y dejar atrás el puerto, caminamos por la ciudad mientras mirábamos a toda aquella gente como huyendo de nuestra huida, como buscando abandonar lo que nosotros ahora estábamos abrazando con toda la fuerza que nos quedaba. Cada cosa era común y desconocida, antiquísima y nueva para cada uno.
Los extranjeros nos permitían ser nosotros mismos: extranjeros. Nunca íbamos a estar más íntimamente ligados que con esta distancia, con este alejamiento que nos hacía remotos, también para nosotros mismos. Empezamos a hablar con palabras distintas y, por ello, a pensar como si fuéramos otros. Quizá las cicatrices interiores se borran un día por completo.
Pasaron las semanas y empezábamos a amar aquel lugar. Volvimos a ir a las playas, y nos bañábamos hasta que caía la noche entre adolescentes flexibles que brillaban al sol como un oro desenterrado. Parecíamos niños que aprendían a balbucear, a reconocer la delicadeza de la ternura como quien dispone de un margen amplio para los asuntos del placer. Con acentos nuevos, nos hablábamos en un lenguaje más cercano a la intimidad y a las emociones, sin temor ni espacio para el fingimiento: nuestras palabras eran ahora como superficies sobre las que nunca se había insinuado el polvo.
En realidad, ¿para qué engañarnos? No tuvimos tanta suerte. Como un polizón, en nuestro barco también viajaba el tiempo, contando cada paso y anotándolo todo en la resta que era nuestra vida, mientras nosotros pensábamos que esa vida se iba alejando y deshaciendo en la estela que iba dejando el barco. Todos los lenguajes se pudren, con el tiempo todos llegan a corromperse. Un día nada parecía ya tan puro, y hubo un comentario poco afortunado; no sé, un desencuentro, un malentendido que significó el comienzo de la ruina.
No quedó más remedio, para no seguir haciéndonos daño, que distanciarnos y tratar de olvidar que una vez habíamos hecho miles de planes para una vida en común, ahora deshecha por la rutina que manchaba todos los lugares. Hoy ando solo, distraído por las calles menos transitadas. Ya sabes que no logro asentarme en ningún sitio y volví a huir, arrastrado por un deseo de aventura y novedades. Siempre he tenido planes y billetes de avión en el bolsillo, papeles que me identifiquen donde no haya estado nunca, mientras todo lo conocido me iba olvidando poco a poco. No es fácil vivir despidiéndose, ser un amante que siempre fracasa.
Sé que volveremos a vernos, no sé cuándo, siempre con nombres distintos y el cuerpo tatuado, lleno de escalas, de fechas y fronteras, de capitales y accidentes geográficas, como el mapa de una isla que promete una riqueza solo válida en un país destruido, lleno de extranjeros que solo escapan de sí mismos.


lunes, 10 de noviembre de 2014

UNA PRUEBA DEFINITIVA


Todo ha ocurrido como estaba previsto. ¿Cómo estaba previsto?, ¿qué quieres decir con eso? Es decir, todos lloraron mucho, estaban verdaderamente tristes. Nadie entendía qué había pasado. Las coronas de flores se amontonaban en la iglesia y sobre el coche fúnebre. La muchacha estaba tan rígida, tan pálida, tan difunta... de veras, y siendo tan joven. Tan quieta, llevaba tantas horas inmóvil, vigilada por tantos ojos familiares que la habían visto crecer, decir las primeras palabras, aprender a montar en bicicleta,... en fin, una gran pena. El tiempo siempre pasa lento en los entierros, como si alguien retrasara el reloj. El padre lloraba a lágrima viva, con los ojos enrojecidos. La madre no dejaba de lamentarse. La abuela, con el gesto contrahecho y el pelo completamente blanco, como si hubiese envejecido veinte años de golpe. Una tragedia, una verdadera tragedia griega. Todo había ocurrido después de la última crisis. Forrados de negro, una mueca fea en el rostro. Ella impasible, sin moverse. Te lo prometo: cuando le cogieron las manos por última vez y se las juntaron sobre el pecho, nadie se dio cuenta que aquel corazón, aunque débil, seguía latiendo... ¿Cuándo crees que empezará a gritar? No lo sé ni me importa, pero te lo advierto: sin sentimentalismos. Solo la sacaremos cuando todo haya acabado de verdad. Entonces será más fácil comérsela.
















sábado, 8 de noviembre de 2014

CARTA DE DESPEDIDA A WOODY ALLEN

Dear Woody,

lo siento, nunca sospeché que esto fuera a ocurrir; pero ya no lo soporto más. Estos últimos años han sido difíciles y le he dado muchas vueltas a lo que voy a decirte. No niego que ha habido momento estupendos: cuando apareció Match point (2005) creí que todo volvería a ser como antes, que nada había cambiado y que recuperábamos la pasión; pero solo me engañaba a mí mismo tratando, por comodidad o una parasitaria y vaga melancolía, de no cambiar el rumbo, de dejarlo todo igual, conformarme y seguir aceptando las migajas de lo que había sido un amor grande y bueno, real, intenso, como en las grandes cintas del cine clásico. Tuvimos nuestro mejor momento a finales de los setenta y durante una década enterita en los ochenta; pero, como te estaba diciendo, justo después de Match point (2005), que me fascinó pese a tu obsesión (incomprensible para mí) con Scarlett Johansson, regresaste para enseñarme Scoop (2006), El sueño de Casandra (2007) y, sobre todo, Vicky, Cristina, Barcelona (2008), y eso, como no podía ser de otra forma (¡qué engolada esta expresión!), acabó con todo; esa fue una especie de trilogía de la muerte que me llevó al más fatal desencanto. Entonces me di cuenta (¡anagnórisis!) que cualquier esfuerzo de reconciliación era inútil y que la época de Manhattan (1979), Annie Hall (1977), Interiores (1978), Zelig (1983), La rosa púrpura de El Cairo (1985)... había pasado a mejor vida. Espero que estés bien y sé que te irá estupendamente. Creo que esta separación es lo mejor para los dos. Ojalá no me equivoque y así no tenga que arrepentirme luego para salir corriendo tras de ti, cuando no quede tiempo para el perdón, la confesión o una nueva cita. Ahora te digo adiós, pero con cariño, como antes, recordando los buenos tiempos, los mejores años que pasamos juntos, como si me sentara contigo de nuevo a ver la belleza del Puente de Brooklyn antes de amanecer y después de comernos un perrito caliente. Ya sabes que te admiro mucho y te quise, eso, lo digo esperanzado, no cambiará pese a los últimos desencuentros. Afectuosamente, Emil.


martes, 4 de noviembre de 2014

I CAN ONLY SAY THERE WE HAVE BEEN

Gordon Davies es inglés, pero su madre se llama Tika y es francesa, de Tours. Tika es una viejita grande y oronda, rugosa, morena y siempre risueña, que acaricia constantemente y mima a su gato, blanco como un armiño o la nieve que aquí no existe. Gordon es cincuentón, con gafas de pasta, parcialmente calvo, y regenta un pequeño bar en una zona deprimida y vagamente turística del sur de Tenerife. No tengo duda de que madre e hijo se adoran y se detestan intensamente. Antes, este bar que ahora abre y cierra Gordon, lo llevaban unos uruguayos alegres y festivos que casi desfilaban por la calle cuando su selección ganaba algún partido, y, como todo uruguayo de pro, detestaban que los confundieran con argentinos. Creo que este es el primer año de Gordon por aquí, y ya ha conseguido fidelizar a una clientela plural de franceses, italianos y alemanes de nostalgia nula y abundantes alcoholes.
Por las mañanas forman un cónclave de lagartos curiosos, expuestos al sol del sur como fieras saludables pese a los muchos vicios heredados o adquiridos en propiedad. Se lisonjean, discuten, beben cerveza o vino blanco y fuman siempre, como si echaran de menos la niebla del centro de Europa. Antes trabajaba en el bar un muchacho menudo y delgado, pálido como un folio, llamado Dino, que hablaba conmigo de fútbol y corregía mi italiano medieval. Luego Dino se fue y vino Jocelyn, y después una florentina que —cansada de ver el Arno— ya nada le parecía hermoso. Ahora Gordon, tras muchos camareros frustrados, se ha quedado solo con una italiana de mediana edad que se parece levemente a su madre, y con las flores indiferentes que rodean su negocio. Hace un tiempo que Gordon viste siempre de negro, como si le guardara fidelidad a una pena clandestina, a una tristeza secreta. Hace mucho que Tika no ha vuelto por el local con su gato.
Cuando ha pasado de largo el mediodía y cae la tarde, los habituales abandonan sus mesas y de noche llegan tipos extraños, que beben hasta caerse y codician cualquier otro lugar del mundo menos aquel donde puedan encontrarse. Ya he memorizado los vinos y los whiskies de Gordon, aunque muchas noches escoja ginebra para olvidarme un poco de lo que ocurre a mi alrededor, que es como despreciarme sin querer saberlo. Cuando cierra el bar y me marcho, suelo bañarme de madrugada en el mar o en la piscina, muy tarde, cuando la luna ya ha ardido, y las adolescentes vomitan hasta vaciarse al borde de una tumba con la tierra fresca.