martes, 28 de abril de 2015

LA ALIANZA

A la caída de la tarde
cruza junto a las palmas
que agitan manos invisibles.
Cuando cae la tarde, palmas y adelfas rojas
al sur de un pueblo polvoriento,
minúsculo,
marcado por la herida del hibisco
y el livor torturado del desierto.

¿Para quién camina y hacia dónde?
¿Por quién viene y avanza
entre la fresca música del mundo?

Sopla seca la brisa, indiferente,
cuando cae la tarde
y arden las palmas de oro,
en el umbral del sur, a las puertas del pueblo.

Ahora no se siente separado
de toda esta cadencia jubilosa
de la que viene la mitad
de su sangre, el denario,
la moneda partida de su sangre
como símbolo deseoso
de un cumplimiento, de una integridad.

Hombre de las colinas,
a los pocos que quieren escucharlo
transmite lo aprendido:
intimidad y espacio, soledad,
silencio, un poco de belleza...
esta alianza con todo lo que existe. 


sábado, 25 de abril de 2015

EL DISCURSITO INFAME DE WERT

La ceremonia de entrega del Premio Cervantes 2014 el pasado 23 de abril en Alcalá de Henares a Juan Goytisolo fue mucho más que interesante. Después del habitual pasillo peripatético por los jardines del lugar, las palabras del gran escritor catalán fueron lúcidas, contundentes, justas, y con la acidez necesaria en un contexto enmohecido por el protocolo opaco, donde Goytisolo parecía el pájaro exótico al que un cuco longevo y voraz había expulsado del nido hace mucho y que ahora, al retornar a él, lo encontraba lleno como el autor de Makbara dijo citando a García Márquez por "la exquisita mierda de la gloria". La intervención de Goytisolo no tuvo la violencia de la entrada de Cristo en el Templo de Jerusalén para expulsar a los mercaderes, ni pagará por ella el peaje que pagó Zola por su filípica en el caso Dreyfus; pero también sirvió para purificar un poco el aire, y acusó bien y mirando a las caritas propicias.
Aparte de la actitud desganada e indisimuladamente molesta del Presidente de la Comunidad de Madrid, lo que me pareció bochornoso y asqueroso fue la intervención del ministro de Cultura José Ignacio Wert, quien, tras describir pormenorizadamente un recorrido inane y obvio por la biobibliografía del premiado, y no contento con ello ni con las mentiras dichas sobre Almería y su situación socioeconómica actual, se atrevió a hablar por los muertos y decir cuáles serían sus “tentaciones” y lo que escribirían hoy Jaime Gil de Biedma o Ángel González de estar entre nosotros. Con su muy afectada pronunciación de nombres y títulos en otros idiomas, Wert fue inmoral, falaz e infame hasta decir basta. Lástima que nadie interviniera entonces para cortarlo y preguntarle cómo sabe él, cómo sabe nadie, lo que escribirían hoy, de estar vivos, Biedma o González.
No hay cobardía mayor que aquella que se ejerce hablando por los muertos, queriendo adivinarlos y manejarlos en su ausencia, sin que puedan defenderse ni rebatir lo que sobre ellos se asegura, y desde el más descarado cinismo. Goytisolo, como poco, y no olvidando que se contradice recibiéndolo ni su silencio sobre el Sáhara Occidental, fue valiente y distinto, ajeno en lo posible a la élite política y pútrida que bullía a su alrededor, y que no dejaba de mirarlo con desconfianza, suficiencia y muy por encima del hombro. El discursito de Wert, pronunciado sin ningún sonrojo, es el penúltimo alarde vergonzante de otro acomodado y agradecido "vientre sentado" (Cernuda dixit).



miércoles, 22 de abril de 2015

CERVANTES Y GOYTISOLO


El 24 de noviembre del año pasado saltaba la noticia en los medios: se le había concedido el Premio Cervantes a Juan Goytisolo, y lo que parecía una decisión justa y sensata que se había hecho esperar demasiado, se sintió como una gran sorpresa. Pese a que por la calidad y la riqueza de su escritura, por su ambicioso proyecto literario, el escritor catalán merecía de sobra el “Nobel” de las letras españolas,yo ya no esperaba que fuera a recibirlo y me había acostumbrado a ver desfilar por Alcalá de Henares, cada 23 de abril, a novelistas y poetas buenos, regulares, y hasta bastante malos. En unas cuantas ocasiones, a algunos muy por debajo de la relevancia y el nombre del premio.
Mis primeras lecturas del autor de Makbara (1980) fueron en años universitarios, y recuerdo con placer títulos como: Campos de Níjar (1960), La Chanca (1962), Don Julián (1970), El furgón de cola (1976), Coto vedado (1985), En los reinos de Taifa (1986), Telón de boca (2003)... y otros que no me gustaron nada, como Paisajes después de la batalla (1982) o Carajicomedia (2000). Durante años lo leí con admiración y gratitud, pero nadie es infalible ni hay héroes sin talón vulnerable, pues de un generoso talón de 125.000 euros va la cosa. Penosamente, la hemeroteca ha puesto en entredicho a Goytisolo, quien en una entrevista en 2001 para ABC dijo que nunca aceptaría el galardón que ahora recoge: “Estoy dispuesto a firmarlo ante notario: no pienso aceptar el Premio Cervantes nunca”. Y ahora sin embargo dice: “Nunca dije que lo rechazaría. No se puede rechazar un premio que lleve el nombre de Cervantes”. Si esto es verdad, si el periodista mintió o tergiversó una información, ¿por qué Goytisolo no lo denunció en su momento, por qué ha esperado catorce años para ello y sólo cuando las circunstancias lo han dejado en una incomodísima posición?

Goytisolo ha cuidado siempre de mantenerse dentro de un marco ético modélico; por ello es aún más triste escuchar a quien durante años ha sido un referente creador y crítico, y aún parece dispuesto a serlo, diciendo Diego donde antes dijo digo. Hoy Goytisolo, como ha escrito de él Caballero Bonald (un falso infractorcillo de manual y mal poeta), se ha convertido quizá en lo que nunca quiso ser: un “maestro de heterodoxos” cazado en sus contradicciones y traicionado por sus propias palabras. La bravata, los cambios de opinión o la incoherencia son humanas; pero creo que lo más respetuoso y saludable, para él y sus lectores, sería asumir lo una vez dicho y admitir, si lo hubo, el error o el desprecio hacia el Cervantes.






sábado, 11 de abril de 2015

KILLING ME SOFTLY


Sinónimo de muerte dulce (2015), primera novela recién editada de la joven escritora Mireia Pérez Fumero comienza con un preámbulo: la grabación de un programa de radio donde el que lo conduce (primera voz que nos habla en el texto) entrevista a una joven escritora: Ana Sorosiaha de Lefebvre, quien acaba de ganar el 2º premio en un concurso literario, del que no se nos dan datos, con una novela suya. La escritora es de origen español, parece algo desconcertada con la situación y no entiende qué hace allí: que sea ella la invitada y no la ganadora del premio. Quien lleva a cabo la entrevista (no sabemos su nombre) le dice que, una vez leídas las dos obras, había preferido la suya. En el primer capítulo asistimos, como indiscretos espectadores, al monólogo interior de un hombre, un empresario que deja saber al lector que es el marido atormentado de la escritora, de Ana de Lefebvre. Viven en París. Él nos cuenta cómo la conoció y creyó salvarla, en un primer momento, de su tendencia o instinto autodestructor: Anne es una mujer poblada de demonios que había decidido morir, más bien matarse, en Tenerife, quizá después de una borrachera salpicada de fatales pastillas. Es él quien la salva, aunque el lector siente que es sólo un salvamento, un rescate momentáneo y que ella volverá a intentarlo hasta conseguirlo o quedar agarrada a la taza del wáter con el estómago, el corazón y el cerebro en la boca.
En el segundo capítulo es una mujer quien nos habla e interpela al lector. No es difícil intuir o suponer de inmediato que es Ana de Lefebvre. Está acostada y dice que alguien se ha ido (¿el gran amor que ha dejado atrás o su marido?). Así van apareciendo los personajes del libro, in media res o en mitad de la tormenta emocional que los envuelve, sin sernos presentados en su condición física y social o en su contexto familiar. La mujer que le habla al lector en este capítulo desarrolla otro monólogo interior, el suyo, el cual parece una respuesta o una puesta en antecedentes con respecto al que le precede. Ella parece hablarle al hombre, que no es otro que su marido. La mujer dice lo que le gusta, cuáles son sus costumbres morales, sus hábitos hedonistas: pasear por el Cementerio de Montparnasse y leer a algunos de sus autores favoritos: Julio Cortázar o Virginia Woolf. Aficiones, gustos, placeres estéticos que él, el empresario, el economista, desprecia u observa con compasiva indiferencia.
Ella admite y confiesa (mucho de confesión tiene la novela) que está mal, que trata de leer y en muchas ocasiones no puede. Toma una medicación fuerte y, a veces, se le va la cabeza y no consigue concentrarse en la lectura. Todo agravado, además, por su afición al vino. En la página 18 ella nos dice, al fin, el nombre de él: se llama Richard. Anne cada vez come menos, se siente débil y percibe que Richard ya no la desea como antes, ni siquiera la toca. Comer y escribir, en lugar de placeres complementarios (el físico y el intelectual), se han convertido en un deber, en una prescripción vagamente balsámica. Ella sigue barajando el suicidio como una opción muy posible, como el escape o la liberación definitiva. Había salido de la ciudad en dirección o en busca del mar, pero regresa a París. París es también una excusa hermosa y monumental para continuar viviendo y tocando el piano.
Ha habido otros hombres para Ana de Lefebvre, pero ella sigue amando a uno, Mateo, con el que aún sueña llevar a cabo un proyecto de vida: “...habiendo otros es inevitable que estés tú...”, leemos. Además de la historia que nos cuenta, la autora nos deja, en mitad de la narración, interpretaciones hermosas y agudas sobre el concepto o el significado que para ella tienen algunos verbos, como es el caso de “atisbar”: “ese verbo marchito porque no termina de atar sus nudos”. La protagonista, ya lo tenemos meridianamente claro, es una joven escritora de veintipocos años que toca el piano y se siente tan mal que se agarra al alcohol como a un chaleco salvavidas que, sin embargo, no hace más que hundirla más y más en el cieno. Además de Cortázar y Woolf, desfilan también por el libro Mallarmé, Dylan Thomas o Matisse, como para acabar de definir el carácter y los intereses en la alta cultura de la protagonista. Como nos dice bien la voz narrativa, la acción —situada en un presente que se siente muy próximo— se desarrolla en medio de una “Europa partida”. Esa es la Europa que siempre hemos conocido, sobre todo en este momento y a lo largo de todo el siglo pasado: un continente dividido, con una muy falsa solidaridad administrativa y económica entre los países que lo forman, y donde los intereses y el poder de unos pocos (Francia, y sobre todo Alemania) ha prevalecido sobre el de los países más pequeños.
Con el cierre de los primeros capítulos ya sabemos cuál puede ser el origen del mal que aqueja a Anne: una violación hace ocho o nueve años por parte de un tipo que ahora le ha dejado una gran cantidad de dinero con la que ella no sabe qué hacer ni si será capaz de administrar en sus condiciones: una suerte de herencia envenenada. La autora, que escribe su novela en una arriesgada y poco frecuente segunda persona del singular (hay, sin embargo, algún capítulo en 3ª), no esconde sus maestros y principales referencias literarias y plásticas: Nabokov, García Márquez, Borges, Joan Margarit, José Corredor-Matheos, Vermeer... referencias reales en las que se apoya la historia y su protagonista que, cuando sale de París, busca el mar y piensa en el deseo; pero no en el amor. La convivencia entre Richard y Anne es tensa, desesperante, conflicitiva... Y hay otro hombre, Jacques, el psiquiatra de Anne, que está enamorado de ella y estará dispuesto a cometer una barbaridad por conseguirla: algo similar le ocurrirá más tarde a Simona. Pero “...No se puede planear morir de una forma artísitica, no está permitido...” (pág. 56). Igualmente, de quien nos enamoramos tampoco puede planearse ni forzarse.
Como en un juego de muñecas rusas, Anne —la protagonista del libro— escribe sobre una chica que se parece o nos recuerda a ella. Confundiéndose, desdoblándose, multiplicándose, juega a que está menos sola de lo que siente. Aun así, es una suicida en potencia con demasiado dinero de pronto que sólo podría servirle para autodestruirse. La intensidad de la prosa de Mireia en esta su primera novela se deja ver, de principio a fin, en el cruce complejo de emociones que espolean la historia, en el juego dramático de personajes que van pasándose el relevo (quizá también la máscara) y el pábulo para la confesión, para el monólogo donde cada palabra arrastra algo profundo y doloroso en ellos, como si una larga cucharilla descendiera por la garganta hasta el estómago y raspase las entrañas de cada uno. En medio de toda la vorágine está Anne, una joven que se lo ha jugado todo por la escritura, que desea y espera el éxito del libro que está a punto de publicar y el reconocimiento; aunque la sala donde aguarde la dádiva de críticos y lectores se encuentre en alguna de las terrazas del infierno.