jueves, 21 de mayo de 2015

SÁBADO, 28 DE AGOSTO DE 2004. —El esplendor de la mañana, del alba de verano, que llega suave, silenciosa, sin ningún mal augurio. En apariencia sin pájaros de mal agüero a la vista; pero sí las calas, las playas, donde el mar lame y relame las guirnaldas festivas de un sol en perpetuo jolgorio, en permanente resaca y celebración. Lezamianas o lezamescas imágenes de caleidoscopio. Sierpes de polícroma anatomía, coloraturas de una naturaleza bélica en su paz de lacios cabellos y pieles saladas. Y tú, junto al mar, te quedas en las terrazas, sorbiendo el destilado oro de estos días que se han ido quemando en una llamarada dulce. Y entre las risas de los más bellos y jóvenes amigos, sobre ellos y tú, más arriba, el sobrecielo, el toldo de estrellas y el ojo buñuelesco de la luna, la diosa blanca de las sangres y las mareas, el huevo crudo del tiempo, la tuerta hermosa de Géorgès Melies, y antes de aquel Julio Verne que tanto leíste de niño.

sábado, 16 de mayo de 2015

JUEVES, 14 DE MAYO DE 2015. —(Costa del Silencio) Te vas haciendo de menos, tirado en habitaciones a las que llega el enfurecido y vívido rumor de la calle: la agresiva discusión en francés jergal de una pareja que amenaza con agredirse en cualquier momento. Siempre hay una respuesta que cada uno inventa para hacerle todo el daño posible al otro. También alcanzo a escuchar, casi a diario, el gracioso sermón de una niña de unos nueve o diez años, Victoria, que vive frente al apartamento y estudia por la tarde y en voz alta una ristra de idioteces sobre gobiernos, países, parlamentos, comunidades autónomas, alcaldías y municipalidades, ¡hasta barrios!, que por suerte yo olvidé hace mucho.
Sólo me concentro en sostener y estrechar las circunvoluciones de mi lenguaje con fragilísimos hilos de saliva y sosiego, cierta soledad. Abajo, entre los divididos jardines, las losas color barro y las escaleras que conducen hasta los apartamentos, los gatos de la urbanización juegan o sestean, condenados a su ardiente terraza de una pereza incluso obscena. No hay nada, quizá, menos ampuloso y pomposo, menos grandilocuente que el placer puramente físico o las modestas satisfacciones de los gatos. No corren nunca y apenas sí andan con su majestuosidad racial bajo el grito enajenado de las andoriñas, entre el aire caliente.
En ocasiones parece que los gatos se citaran con las flores de los jardines, los geranios rosados y las grandes matas de adelfa del mismo color. Lejos de cualquier tumulto, parecen recuperar aquí su antiguo y alto lugar, su elevado sitio como deidades de una vieja religión. Escasa la humedad hoy, el aire acierta a rondar las vagas apetencias de todos. El sol va abriendo a empellones cada puerta: nada puede resistirlo. Una música llega ahora desde algún sitio y va como colmando de extraños rostros los espejos. Afuera siguen chillando las andoriñas, los franceses, a veces también las pardelas que antes sólo escuchaba de noche en los acantilados del Palm-Mar.

Difusa por la calima que se dilata desde hace días, y coronando la escena, la Montaña de Guaza.

miércoles, 13 de mayo de 2015

DOMINGO, 22 DE AGOSTO DE 2004. —Me imagino que en el corazón sangrante de las iglesias cristianas, o de las pagodas, debiera haber un altar para el árbol que correspondiera a esos templos; un árbol para dar naturalidad a la fe que agrieta muy pronto los labios con una cadencia y un bisbiseo inútiles. Imagino que así también la araña teje su galaxia vulnerable en el interior de esos comedores farragosos de las casas abandonadas. ¿Y por qué no un Judas, por qué no la soga y aquel árbol del que se colgó y que jamás se ha adorado en su justa medida?



MARTES, 24 DE AGOSTO DE 2004. —La coloratura caliente de esta luz, humeante como un café uruguayo bebido a sorbos ansiosos en Manila. Arracimado fuego de sargazos celestes donde se enreda el afán chismoso de los pájaros, pájaros judíos, adoctrinadores en el arte del exilio, procuradores de sus cuidados. ¿Quién empolla el huevo de este día? Efervescentes brochazos de viento bajo un cielo arenoso, dispuesto a ser marcado por el sello flotante de la luna.

jueves, 7 de mayo de 2015

UN DÍA CUALQUIERA TAL VEZ, PROBABLEMENTE


Uno de esos días, uno cualquiera que esté en oferta, me moriré, ahora sí, definitivamente: me saldrá más barato. Dejaré por fin de sobrevivirme en los besos que me bebo y en los vasos que no pago, y mi exquisito cadáver —sólo tengo uno para toda la semana, también para los sábados— saldrá a flote sin hundir la flota: aproximadamente sobre el río Hudson. Vendrá entonces el forense —lo supongo muy pálido— a deciros a todos que me he asesinado, yo solito, sin hacer ruido. Os imagino ya, complejos y perplejos, casi consternados, escupiendo al cielo y dándome de dado. Os imagino en los pasillos calurosos de cualquier antro, llorando de repente, con los ojos hinchados, y haciendo del infinito un ocho poniéndolo de pie antes de entrar al baño. Pero no quiero que lloreis: los hombres no lloran (eso he oído en mitad de un llanto), y las mujeres cada vez menos: ¡ahora hay que ahorrar tanto!
Tal vez guardeis en la memoria un par de anécdotas sin importancia ni genuino relieve trágico: los viajes al fondo de la noche en los que me sigo embarcando, los barcos ebrios en los que sigo blasfemando, mis bromas a destiempo, mis chistes sin gracia, y que nunca dije un NO rotundo a casi nada ni un “sí, ya es tarde. Hay que volver a casa”. Sin esperar un tiempo prudencial, os repartiréis mis libros y mis discos como buitres carroñeros que sólo siguen su instinto o hacen su trabajo. Quizá incluso os dé por madrugar y os presentéis en mi entierro para echarme tierra encima —incluso, si cuela, hasta una flor— y leer un poema para los más allegados. Yo entonces estaré impertérrito y difunto, muy tieso y muy frío, hierático, muerto de amor por todos vosotros; pero como si no os hubiese visto en la vida: en la muerte se está, generalmente, con los ojos cerrados. Tampoco entonces quiero lágrimas.
Y seguiréis bebiendo, pese al hígado y los años, alguna vez a mi salud (¡cínicos, hipócritas!), para abrazaros luego, con el corazón descosido, las manos temblorosas, y los ojos rotos como platos. Luego volveréis a contar los mismos chistes de siempre: habréis perdido para entonces casi todo vuestro juvenil encanto. Y en vuestra boca, a veces, mis versos sonarán de nuevo. Los curiosos y entusiastas —cumpliendo el protocolo— os preguntarán por mí, y cabizbajos, casi melancólicos, diréis: “se ha muerto en defensa propia, de repente, un día, sin avisar, sin dejar testamento ni dejar rastro...” Diréis que la última vez que me visteis, me visteis bien porque estaba borracho, e invitando a copas con el dinero que jamás tuve para engordar mis deudas y nunca más estar tan flaco.
Meses después vendrá la higiene emocional, hábito moral de la nostalgia. Señalaréis un día, aquél día, en cualquier calendario. De noche, esas noches de los jueves —que ahora son los nuevos sábados—, giraré en torno vuestro como un airecillo sutil que se acerca por la espalda y, al cuarto chupito, pondréis uno más por si aparezco; pero no: entonces ya no habrá canción que valga la pena cantar (no habrá ni un viejo corrido mejicano). Mis pasiones se irán a la buhardilla o al trastero, y de mi música quedarán cáscaras tan sólo, “sombras nada más...”, como dice el tango. Con los meses pasarán los años y, en los relojes de arena, nuestra memoria será como un desierto; ya sabéis: “Los oasis son siempre espejismos (…) Cuando me quisieron, yo no quise tanto”.

Y también vosotros os iréis marchando, sin quejas ni lamentos, sin hacer ruido (como yo), poco a poco, uno a uno quizá; pero siempre habrá una mano amagando con un brindis, una mirada desvalida y mojada como un perro entre las calles, unos pasos perdidos, ya de madrugada. Un día de esos me moriré, para siempre, y tampoco... será para tanto.